Coincidiendo con la toma de posesión de la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum y la no invitación al rey Felipe VI se intensificó la discusión sobre si España, o su rey, debían pedir perdón por los excesos de la conquista. La proximidad con el 12 de octubre, fiesta nacional española y durante mucho tiempo “día de la raza” o del “descubrimiento de América”, intensificó la discusión. Lo mismo ocurrió con el “Encuentro de Academias Hispanoamericanas de la Historia” celebrado en Trujillo.
La pregunta es tramposa, esconde varias interrogaciones simultáneas y de respuestas complejas: ¿Quién debe pedir perdón? ¿A quién pedirlo? ¿Por qué hay que pedirlo? ¿Perdón y cancelación de la historia? ¿Tiene sentido pedir perdón ante sucesos cometidos hace 500 años? ¿Ha sido procedente el pedido de López Obrador reiterado por Sheinbaum? ¿Hablamos de historia o de memoria?
Si se habla de historia es importante no perder de vista la perspectiva de quien la cuenta o la escribe. El emplazamiento del relator es tan importante como el tiempo y el espacio. Según el lugar de cada uno el relato de los mismos hechos podrá ser diferente pero no por eso erróneo. El 20 de junio de 1811 se enfrentaron en Guaqui, a orillas del lago Titicaca, el ejército realista peruano, al mando del general José Manuel de Goyeneche (criollo) con el ejército patriota de Buenos Aires. La batalla se saldó con la victoria de las fuerzas monárquicas, cerrando así a las fuerzas independentistas el camino a Lima a través del Alto Perú. Pero, mientras los argentinos hablan del “desastre de Guaqui”, a Goyeneche, vencedor de la batalla, España lo premió con el condado del mismo nombre.
Si un suceso tan minúsculo y anecdótico tiene lecturas divergentes, triunfo o derrota, premio o fracaso, ¿qué esperar de un proceso más dramático como la conquista y colonización de lo que sería América? Estos fueron acontecimientos trascendentales que, para bien o para mal, cambiaron definitivamente la vida de sus actores, a unos más que a otros. Incluso muchos la perdieron en el camino. En él, también desaparecieron culturas y lenguas y hubo pueblos que pagaron con dolor y sangre su sumisión a los conquistadores, encomenderos y frailes que quisieron convertirlos a la “religión verdadera”.
Unos dicen que el saldo fue negativo y cargan las tintas en las guerras, las matanzas y las enfermedades. Otros se centran en lo positivo, sea la lengua española, las universidades o la religión católica. Incluso hay quienes realzan que, paradójicamente, la conquista y la dominación aportaron libertades a una región que carecía de ellas.
Mientras sigamos atrapados en esta rueda estaremos condenados al fracaso y a la falta de acuerdo. Es un círculo vicioso, sin salida alguna, donde prima la fórmula del “y tú más”. Es simultáneamente el terreno favorito de los partidarios y detractores de la leyenda negra y del poscolonialismo, de las madres patrias y de las patrias grandes, un lugar de ruidos y gritos dominado por la retórica donde la búsqueda de un común punto de encuentro es imposible.
Uno de estos espacios vacíos es el que sostiene, enfáticamente, que las Indias no eran colonias, citando al argentino Ricardo Levene. Esto, que indudablemente era cierto desde un punto de vista meramente administrativo bajo los Austria, no lo era ni política, ni económica ni socialmente desde 1492 y menos aún con los Borbones. Más allá de la especificidad de la conquista española, y de sus posibles aportes a las sociedades americanas, no por eso dejó de ser una conquista similar a cualquier otra realizada por un imperio poderoso, como tantas otras en la historia del mundo antes y después de Colón.
En su discurso en Trujillo, en el encuentro de Academias de la Historia, Felipe VI citó al Inca Garcilaso de la Vega, un escritor e historiador peruano del siglo XVI hijo de padre español y madre inca, que proclamó orgulloso: «de ambas naciones tengo prendas». Se trata, sin duda, de una excelente síntesis del mestizaje, un producto clave de ese proceso que conocemos como conquista y que produjo momentos intensos de sincretismo cultural y, también, de aculturación.
En pasados 12 de octubre hemos visto derribar estatuas de Colón y de otros conquistadores. También de negreros esclavistas. Era intentos de cancelar un pasado denostado por atroz, un pasado que muchos querrían borrar para siempre de la memoria colectiva e incluso de la historia. Pero, no hay que engañarse, cancelar lo colonial implica reescribir la historia, no en función del pasado sino del presente, del nuestro, de nuestras necesidades y expectativas. En ese sentido descolonizar implica solo a los imperios occidentales, pero no a los imperios indígenas que sojuzgaron a otros pueblos de su propio entorno.
Antes de responder a la pregunta sobre el perdón, sería conveniente interrogarnos sobre nuestra relación con América Latina más allá de los postulados del nacionalismo español. ¿Realmente nos interesa la región y su gente? ¿Qué esfuerzos estamos dispuestos a hacer por ella?¿Seguiremos insistiendo en llamar a los latinoamericanos como no les gusta: iberoamericanos o hispanoamericanos? ¿Mantendremos el manido argumento de que América Latina es una invención francesa para socavar el orgullo patrio? A esta altura de la historia, con España en la UE (junto a Francia), ¿alguien se lo cree? Y en el supuesto caso de ser así, ¿qué más da?
Buscando acercar posiciones, ¿sabremos renunciar a ciertas cosas o asumir compromisos, como escribir México en lugar de Méjico? No solo es una recomendación de la Real Academia, sino también la forma en que los mexicanos se llaman a si mismos. Sería todo un gesto del Ayuntamiento de Madrid renombrar a la calle Méjico por México o a la Comunidad de Madrid hacer lo mismo con el Colegio Público del mismo nombre ubicado en la capital.
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