Es posible que haya publicado alguna vez este texto sobre Perán Erminy. Si lo hago de nuevo es por no haber dicho lo que tenía que decir en el homenaje que Carmen Sofía Leoni, Mariela Provenzali, Nicomedes Febres, Alfredo Schael, Cristina Guzmán, Marisa Iturriza y yo rendimos a Perán en la sede de la Fundación Herrera Luque.
Decir que Perán Erminy navegaba por los misteriosos océanos del arte y penetraba los ocultos secretos de la creación artística es sostener que “el agua siempre está a orillas del agua” porque descubrió y dominó con mucho tino acechos de la estética, es decir, conoció las trampas que nos tiende la belleza, los regocijos que se esconden tras la fealdad, el deslumbramiento ante lo inesperado; pero lo que en verdad asombraba en él era su disposición a cuestionarlo todo, a no aceptar de primera mano lo que se afirma o lo que se niega: él era un permanente e insoslayable estado de alerta. De allí que, a lo largo de su vida, la agilidad de su espíritu se ha levantado como acostumbraba hacer el viejo Unamuno contra esto y contra aquello; pero Erminy fue aun más allá, superó su propio horizonte y se confrontó a sí mismo, y fueron estos enfrentamientos los que hicieron de Perán Erminy la isla indómita que él es y continúa siendo dentro del gran archipiélago de ideas comúnmente recibidas y aceptadas. En una ocasión le encomendaron ser el curador de una exposición bajo determinados conceptos y características ¡y lo hizo! Reunió cuadros y pintores; pero de inmediato, aceptó montar otra diametralmente opuesta que negaba la primera.
Fue mi amigo de muchos años y me tocó ser uno de los pocos en decirle Perón, tal como lo llamaba su hermano Edwin y como lo siguió llamando mi mujer Belén, que lo conoció antes que yo. En razón a tan dilatada amistad no debería revelarlo, pero Perán poseía una mente esclarecida y acumuló un saber casi enciclopédico que lo acreditó para que su voz y su presencia en el mundo cultural fuesen inevitables y altamente consideradas por ser hombre atento y preocupado por los procesos creativos; estudioso de las relaciones de la actividad artística con la dinámica social y los trastornos o transformaciones de las comunidades; cuestionador o no del sentido de modernidad y alcances atribuidos a toda vanguardia; celoso de la proyección y nombradía de la obra de arte y angustiado por la suerte y destino del artista creador. Se le puede aplicar lo que se dice del hombre sabio que lo que sabe no lo dice, contrariamente al hombre mediocre que dice lo que no sabe. ¡Fue amigo personal de Antonin Artaud, de Paul Éluard, pero jamás se le escuchó pregonarlo!
Haber sido su amigo desde mis años juveniles en París es uno de los privilegios que iluminan hoy mi vida venezolana y sólo una vez me sentí débil y lo traicioné cuando el grupo Sardio auspició a finales de los años cincuenta del siglo pasado no sólo una revista literaria de cierta relevancia sino una galería de arte situada de Reducto a Municipal, al final del pasillo del edificio Fonseca, junto al Café Iruña. Para una muestra de collages de artistas venezolanos, Perán participó con una obra que todavía hoy podríamos seguir considerando audaz: unos pelos humanos sobre unos algodones manchados de mercurocromo. En las mañanas, me tocaba actuar como gerente de la galería y vi que mi papá, viejo y endurecido excoronel por obra y gracia del general Gómez y hombre de poco entendimiento artístico, avanzaba por el pasillo hacia mí. Sin vacilar me levanté de un salto, tomé la obra de Perán ¡y la escondí! El excoronel se permitió algunos ásperos comentarios sobre las obras expuestas; opinó que allí yo estaba perdiendo miserablemente el tiempo y, visiblemente molesto, salió sin despedirse. De inmediato, volví a colocar la obra de Perán en su sitio. Perán no conocía a mi papá. ¡Yo sí!
En el ámbito cinematográfico Perán Erminy se hizo famoso por los foros que sostenía con los espectadores de la Cinemateca Nacional. Discusiones que, por lo general, se originaban en las películas proyectadas pero que se extendían pasada la medianoche abordando temas que poco o nada tenían que ver con el cine: hacer primero la revolución y luego el cine; el feminismo; el conflicto palestino israelí; la guerra de guerrillas; el amor y el odio… ¡el país venezolano! Hace poco descubrí, por boca del propio Perán, que aquellos espectadores lo que querían era expresarse, opinar, decir libremente lo que pensaban del país y del mundo; precisamente: lo que no podían exponer en ningún otro lugar y Perán les ofrecía esa tribuna varias veces a la semana en un órgano oficial como la Cinemateca.
Pero lo que me hizo respetar a Perán Erminy y reconocer en él a un verdadero maestro de humildad y sabiduría fue la vez que, necesitado de hablarle, me percaté de que no sabía dónde vivía. Uno de sus hermanos asomó que sin poder garantizarlo posiblemente vivía del obelisco de Altamira hacia abajo, hacia el sur. Es decir, en Campo Claro. Recorrí la avenida preguntando por Perán en todos y cada uno de aquellos edificios anónimos, sin particulares atributos arquitectónicos hasta que una de las conserjes preguntó: ¿Uno que es doctor? Sí, dije, al borde de la desesperación. Y subí al piso que me indicaron: al fondo del pasillo oscuro y anónimo estaba el apartamento y en el tarjetero de la puerta podía leerse: “Gabinete del Doctor Caligari”, en alusión, desde luego, al siniestro personaje de una célebre película del expresionismo alemán de 1919. Toqué.
Se abrió la puerta y ¡allí estaba Perán Erminy! Nadie, ni siquiera sus hermanos sabían que vivía allí. De tal manera que aquella identificación con Caligari y su asilo de alienados solo era una referencia exclusiva para su personalísimo deleite. Adoré entonces a Perán Erminy porque me hizo conocer la esencia del humor; pero también, la íntima desmesura de la gloria: vivir como si fuésemos una isla indomable. Le eché el cuento a Pedro León Zapata; se me quedó mirando en silencio y dijo como para sí: «¡Yo creía ser humorista, pero lo que soy es un pendejo!».
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