OPINIÓN

Pegasus y la ética

por Emilio de Diego García Emilio de Diego García

Ilustración: Raúl

En tiempos de calamidades fluyen las comparaciones. No sé si buscando algún consuelo, o para saber algo que afiance la lectura crítica del desastre. Con motivo de la pandemia por coronavirus se publicó en Alemania, hace más de un año, una magnífica traducción del libro de Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia. La obra del jesuita aragonés, «cumbre ética y estética del hombre moderno» para algunos, había visto la luz en Huesca en 1647. Su primera traducción directa del español al alemán, se hizo en 1832 de la mano de Schopenhauer. Esta segunda se debe a otra gran figura de la filosofía germánica H. U. Gumbrecht y ha tenido un notable éxito. No debería extrañarnos si fuese suficientemente conocida entre nosotros.

El Oráculo, texto intemporal, mantiene la vitalidad propia de «una de las obras más importantes que jamás se hayan escrito», a juicio del mismo Schopenhauer. Estrategia como arte de supervivencia abierta al infinito, la mayor parte de los 300 aforismos que la componen son la crítica directa de un mundo, en el que prevalecen las apariencias frente a la virtud. Varias veces he recurrido a alguno de ellos para mostrar, entre otras cosas, las sombras de los principales protagonistas de las graves situaciones vividas en España, durante los últimos años. Vistas a la luz de las «máximas» de Gracián destacan rotundamente sus vergüenzas, por encima de todo ropaje propagandístico.

La vida pública en nuestro país viene enmarcada por una serie de episodios preocupantes, repetidos hasta la náusea, convertidos en categorías «tóxicas» para la convivencia. Sus rasgos invitan, diría que obligan, a releer el Oráculo a modo de espejo. Frente a él se aprecian, por todas partes, formas y comportamientos que sirven de ejemplo negativo en cada caso. «No pensando se pierden todos los necios» advertía Gracián, ahí están a manta de Dios, «haciendo mucho caso de lo que importa poco y poco de lo que mucho, ponderando siempre al revés». Buscando la supeditación forzada de la realidad a la apariencia. «Las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que parecen», pues son raros los que miran para dentro, y muchos los que se quedan en lo aparente. Una fotografía no mostraría mayor coincidencia entre lo dicho por Gracián y el panorama ofrecido.

Desde ese momento el horizonte se nubla aún más. Una mirada a quienes detentan el poder, despierta inevitablemente la inquietud. A la vista quedan, como signos amenazantes, la mentira a cada paso, hasta llevar la verdad al borde de la extinción, acompañada de la tendencia al descrédito que apareja aborrecer a los mejores. Peor todavía si aceptamos el dicho «por sus amigos los conoceréis», después de haber renegado públicamente de la posible alianza con ellos, por su difícilmente asumible pasado político, sus aspiraciones programáticas y su necedad. Embarcarse junto a ellos iguala a quien los preside.

A partir de ahí su retrato de cuerpo entero nos obliga a contemplar la habilidad del sujeto para declinar los males en otros, y su inclinación a hacer todo lo favorable por sí y todo lo ocioso por terceros. O la capacidad de cometer cuatro o más necedades seguidas, para remendar la anterior. Sin embargo, pesa tanto o más, en la misma pintura, la ausencia de virtudes esenciales para el buen gobierno: el indicio de cortedad en el conocimiento y en el gusto, hijos de la exageración; el no saber negar cuando la ocasión lo requiere, pues todo no se ha de conceder a todos. Y la más acusada, la falta de señorío en el hacer y en el decir, que sobresale por encima de todas las demás.

Con tal capitán y tripulación hemos surcado los procelosos mares de la pandemia, la crisis económica, el paulatino desguace de España, las tormentas de la coyuntura internacional… y hasta el festival de Eurovisión. La gestión de tales problemas, en medio de irregularidades constitucionales, ha estado a la altura que cabía esperar. Y, por si fuera poco, se han añadido otros de largo y profundo calado. No pequeño entre los muchos males sufridos, está el de la utilización de una memoria voluntariamente sesgada, cuya finalidad sería mantener los odios seculares, encubiertos bajo supuestos afanes de justicia histórica. Se intenta imponer la llamada memoria democrática, tendente a borrar buena parte de nuestro propio ser.

Otra vez el desprecio del Oráculo. «Aprende a olvidar», aconsejaba Gracián. Más que un arte es una dicha. La memoria es poco fiable, aun cuando no se tratara de reducirla obligatoriamente, a alguno de los recuerdos posibles. La memoria es traidora, es peor, es necia, cuando quiere tener presente una cosa. Solo es prolija y eficiente en lo que produce tristeza. Las pruebas al respecto ahí están. Atrapados en «el dolor», se tiende a mantener vivos sus motivos, convirtiéndolos en permanentes. Además, en el caso español, la memoria falla con estrépito en lo que debiera darle alegría y orgullo colectivo.

El más reciente desencuentro entre la prudencia, el gobierno y sus socios deviene de las hazañas de Pegasus. Tampoco en esta ocasión se ha atendido la invocación de la sensatez y la coherencia. «Obrar siempre como a vista», pues las paredes oyen y lo mal hecho revienta por salir a la luz. Entre Pegasus y la ética, unos y otros, eligieron la cobardía.

Artículo publicado en el diario La Razón de España