El deseo de entrar en, o pasar a, la Historia es aspiración legítima, pues solo supone, en principio, una ambición extraordinaria. La cuestión es ¿cómo? ¿por qué? ¿para qué?… Esta última interrogante encierra no sólo el sentido de tal empeño, sino también las repercusiones sociales de lo que parece un asunto personal; concebida la historiografía como una especie de nómina de personajes, cuyos hechos merecen recordarse. En algunas ocasiones, un trastorno narcisista de personalidad, promueve la aspiración al estrellato histórico. Entonces el sujeto en cuestión proclama no su deseo, sino su seguro ingreso en los dominios de Clío; sea como sea.
¿Cuáles serían los hechos, excepcionalmente decisivos, para autojustificar tal ambición? En el caso del actual presidente del gobierno sobresale uno, por encima de todos. No hay duda. Y eso que no son pocos sus actos asombrosos: retorcer la Constitución vigente, laminar las instituciones fundamentales del país, procurar eliminar la separación de poderes, pactar con filoetarras y separatistas, …; en fin, lo que la inmensa mayoría de los españoles ha podido ir apreciando en estos últimos años. Sin embargo el hecho suficiente para su perpetua recordación ha sido, según declaración propia, la exhumación de los restos de Franco. Tal gesta no admite parangón con ninguna de las grandes empresas conocidas. A su lado palidecen hasta los hechos de Hernán Pérez del Pulgar, el de «las Hazañas».
Finalmente, el modo de ingresar no en la RAH, sino en la misma Historia directamente, debería hacerse por la puerta grande; al menos, según el interesado, a la altura de los reyes. Además, salvo en el periodo que abarca de finales del siglo XI hasta la terminación del XIV, no ha habido demasiados Pedros en la historia dinástica española. Aunque ya hubo un Pedro I Sánchez, «el Católico», rey de Pamplona y Aragón, en una relación que culminaría con Pedro IV, el «del Puñalet o el Ceremonioso». A ellos podría añadirse alguno más en el «modelo autonómico medieval», como Pedro I, señor de Mallorca, infante de Portugal y conde de Urgell. Aunque el más destacado fuera Pedro I, rey de Castilla, conocido por unos como «el Cruel» y por otros como «el Justiciero».
Atendiendo a esta forma de sobrenombrar a determinados personajes históricos, nuestro incomparable presidente del Gobierno habría de pasar a la posteridad como Pedro I de Moncloa, «el Exhumador» o «el Incierto». Calificativos ambos bien merecidos. Este último por las fundadas dudas que ofrece cada vez que habla. Contraste total con aquel Marco Aurelio a quien Adriano llamó verissimus, verdadero en grado sumo, es decir «el Honesto» y cuyas Meditaciones serían seguramente terapia adecuada para tantas veleidades de Pedro.
¿Qué nos ha podido llevar a este punto? Galdós en La razón de la sinrazón, nos ofrece algunas notas para acercarnos a lo que sucede ahora en esta Farsalia-Nova, país de cucaña, con su deliciosa metrópoli de Ursaria. En ese escenario de «fábula teatral absolutamente inverosímil», el absurdo de la sinrazón, al igual que en este país nuestro, estaba provocado por los males sociales, debidos a los políticos. Como aquí no se conoce la justicia –escribía don Benito–, los aventureros y desahogados están en grande. Hoy lo que va camino de no conocerse es la justicia independiente de la política, con efectos aún peores.
Dos personajes, protagonistas del relato galdosiano dramatizado, al que nos estamos refiriendo, Ateneida (Ateneide o Ateneido por eso de la igualdad) y Alejandro (Alejandre o Alejandra por el mismo motivo) representan sendos papeles de plena actualidad. Aquella/aquel, figura mesiánica, a quien el diablo promete recompensar sus singulares méritos haciéndola /haciéndole, reina/rey para la ocasión, sucumbe a las tentaciones demoníacas de la riqueza, del poder y de la gloria. Éste/ésta abandona la política, a la que ha llegado de forma totalmente inesperada, a consecuencia de los problemas derivados de haber promovido una ley demasiado conflictiva para aquel momento. La realidad, la verdad, vence a la falacia de lo inverosímil. Ambos acaban volviendo a su condición anterior, saliendo del pantano de la mentira y de los convencionalismos al uso. Galdós quiere ver a la luz de ese realismo espiritualista la posible regeneración de España.
No será fácil, pero tampoco le resultará sencillo ocupar un lugar en la Historia a quien más esfuerzos ha hecho para distorsionarla, incluso eliminarla allá donde le conviene. Ciertamente no tendría cabida en la historia como saber para la comprensión y el entendimiento entre los españoles; lo que nos enseñó tantas veces el profesor Vicente Palacio Atard, acaso el más importante de los historiógrafos españoles del siglo XX y principios del XXI. Y no lo tendrá, pues su propósito de ser reconocido por haber exhumado al dictador, resultará incomprensible para los que están condenados a desconocer la historia de Franco y su época. Me temo que, a lo sumo, Pedro Sánchez acabará en la memoria democrática.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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