Obviamente, no cabe un ápice de dudas; no se puede esperar de un ser humano con una precaria o nula educación que actúe o se comporte de acuerdo con unos gestos de conducta de elemental comportamiento de básica cortesía. La expresión coloquial «pedirle peras al olmo» refiere la imposibilidad de esperar algo de alguien que naturalmente no puede o no está en capacidad de dar u otorgar.

Es por demás evidente que un ser humano cuya educación sentimental deja mucho que desear de la noche a la mañana, de súbito, se comporte de acuerdo con un dechado de exuberancias afectivas y se conduzca de acuerdo con un derroche de manifestaciones de emotivas expresiones de cariño porque, sin dudas, no está en su intrínseca naturaleza erótico-afectiva (en el más ceñido y riguroso sentido platónico del término eros) actuar y comportarse como tal. Helo ahí que cabe, como se dice coloquialmente, como anillo al dedo, la feliz expresión: «no le pidas peras al olmo». Desde los lejanos albores de la humanidad, por allá por las lejanas épocas de las cavernas y el vagabundeo de las hordas en las plenillanuras; el homo sapiens siempre buscó con agónico denuedo superar las lacerantes relaciones intersubjetivas que caracterizaban a los grupos salvajes y procurar dar saltos cualitativos hacia estadios relativamente superiores de interacción bilateral o grupal. Las relaciones de interacción dialógica-comunicativa entre los individuos pertenecientes a las bandas tribales de los grupos bárbaros siempre fueron éticamente superiores y más encomiables que las animalescas y antropofágicas relaciones entre las tribus salvajes.

La humanidad, desde la más cerrada noche de la historia, a juzgar por las evidencias empíricas y subjetivas naturalmente vividas y constatablemente experimentadas, siempre se ha dedicado a tratar de ser cada vez mejor en su accidentado tránsito hacia su inagotable proceso de hominización. La educación es la palanca arquimenídea que le ha servido de garrocha educadora y culturizadora a homo sapiens para los fines propuestos.

La estética, sin ninguna duda, -junto con la poesía- es el topos linguísticus donde se explicita y realiza o, mejor dicho, se corporeiza la atávica aspiración de autorrealización trascendental de nuestros congéneres en su larga e inagotable lucha por alcanzar la coronación de su máximo estatuto de ser en sí y para sí mismo como otro. ¿Quién puede atreverse a dudarlo? Mientras más materia verbal abreva homo poeticus en las fuentes puras del tessaurus de linguisticidad  cognomental, más complejo y elevado será el margen de hominización estetizante y estetizadora y, obviamente, mayor será el espectro de positiva influencia cognitiva sobre sus pares e iguales.

Se puede decir un te quiero, te amo, con decenas de formas expresivas de raigambre metafóricas sin incurrir en repetición innecesaria alguna ni descender a peldaños socio-léxicos tiempo ha superados por el vertiginoso devenir antropolingüístico consustancial a la deriva civilizatoria en curso. El lenguaje poético es característicamente siempre nuevo y de suyo renovado; nunca, si en verdad es auténtico y genuino, es tautológico. No se repite a sí mismo como lo hace la gramatología serializada de las expresiones fetichizadas al uso en los intercambios simbólicos cotidianos que llevan los seres humanos en su comercio verbal día a día.


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