Si la revolución era un extravío histórico para el gran Tocqueville –originaria de un apasionado tumulto colectivo–, lo que hoy confrontan las democracias occidentales no es otra cosa que un deliberado propósito de instaurar tiranías como formas de gobierno que subyugan al individuo, conculcan la libertad de elegir, suprimen la alternabilidad en el ejercicio de la función pública, derogan el equilibrio de los poderes constituidos y anulan la igualdad de los ciudadanos ante la ley. La sustitución del régimen aristocrático por una forma de gobierno representativa de la voluntad popular y además sujeta al Estado de Derecho, fue novedad en tiempos del insigne autor de La democracia en América –su académico empeño de comprender los alcances de la joven república norteamericana, como modelo susceptible de ser trasladado a otras naciones–. “…Este libro fue escrito hace quince años –apunta Tocqueville en el prólogo de una edición ulterior–, bajo la preocupación constante de una sola idea: el advenimiento inminente, irresistible y universal, de la democracia en el mundo…”. El marco legal e institucional bajo el cual la sociedad se organiza e instituye una cultura y las pautas de un comportamiento ajustado a valores morales compartidos. Son los rasgos de una delicada armonía que podría perderse ante el acoso de oportunistas validos de cualquier omisión –los fanfarrones que venden milagros desdoblados en utopías comunales inspiradas en el pensamiento marxista–.
La igualdad ante la ley como principio esencial de la democracia, auspicia el tratamiento de los ciudadanos de una misma manera y con arreglo a normas de aplicación general; se trata de equipararlos en el ejercicio de sus derechos civiles y políticos sobre la base de un marco regulatorio aceptado por todos. Asunto distinto es la igualdad social que favorece el derecho –y el acceso, obviamente– a las mismas oportunidades de trabajo, profesionales, empresariales o económicas –aunque siempre habrá desigualdad por motivos de riqueza, de renta y ante todo aptitudes para realizar aspiraciones puntuales en educación, artes, oficios y emprendimientos–. Y en tal sentido la desigualdad no es equiparable a la pobreza como situación que imposibilita la satisfacción de las necesidades básicas de la persona humana; he allí precisamente el ardid de los comunistas: una sociedad desigual económicamente hablando, puede no solo satisfacer los requerimientos primordiales de sus integrantes, sino además exhibir atributos de riqueza distribuida en función del talento y sobre todo los méritos acumulados, cuestión que deliberadamente se ignora en esos esquemas de pensamiento y acción política. Los seres humanos tenemos inevitables diferencias, precisamente aquellas que permiten la división del trabajo y la cooperación social, todo lo cual hace posible la satisfacción de las necesidades humanas en sentido amplio –tanto materiales como espirituales–. Quede claro que aquellas sociedades supuestamente igualadas por el socialismo marxista –o en trance de serlo después de décadas de miseria y privaciones de todo género–, suelen ser inmensamente pobres, como queda demostrado en casos bien conocidos en nuestra contemporaneidad.
Pero vayamos al tema de fondo. El despotismo que en nuestro tiempo pretende suplantar a la democracia como sistema de gobierno, se ha propuesto primeramente dividir a la población entre buenos y malos ciudadanos –divide et impera como habilidad para conquistar y sostener indefinidamente el poder, ha servido por siglos al propósito de dictaduras antiguas y modernas, causando estragos en sociedades históricas–. Ese despotismo de todos los tiempos hoy reaparece con ímpetu en nuestra América caótica, ante la mirada impasible de países supuestamente habituados al liberalismo político –el que promueve la libertad individual, la limitación del poder del Estado y la igualdad ante la ley–. Nuevamente se plantean las tesis excluyentes de amplios sectores de la sociedad democrática en nombre de una impalpable justicia social que consiste en asaltar y destruir empresas públicas y privadas, tanto como el indispensable sosiego que permite al individuo desarrollar sus competencias para la creación de valor –para sí mismo y para la sociedad en su conjunto–. Es la oportunidad que tendrá cada hombre –así la estimó Tocqueville– para pensar y actuar por sí mismo –sin la a veces asfixiante tutela y control del Estado–, alcanzando su bienestar por iniciativa propia y esfuerzo debidamente encausado. Naturalmente, hablamos de un individualismo sin excesos, lo cual exige una razonable presencia del Estado en el desenvolvimiento de las relaciones de intercambio, siempre en aras del bien común –y evitando igualmente esa tendencia centralista del gobierno republicano–.
En tan riesgoso contexto para las libertades públicas y los derechos humanos desde el punto de vista político, debemos retomar –y sobre todo divulgar a los cuatro vientos– el discurso y las ideas de quienes históricamente han sostenido los valores de la ilustración –Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Diderot, Jovellanos en España–: la libertad de pensamiento y de cultos, el espíritu crítico frente a la gestión pública de las instituciones del Estado, la educación del ciudadano como propósito inaplazable, la ley natural que informa los anhelos de libertad e igualdad, la representación política y su alternabilidad, todas ellas convicciones primordiales que dan sustento a la democracia liberal como sistema de gobierno. Esta es para nosotros la mejor manera de afrontar la crisis de convencimiento y pérdida del optimismo en las instituciones democráticas –realidad que no debe ignorarse–, para retomar el camino de las libertades públicas –quebrantadas por regulaciones inauditas de los gobiernos de izquierdas–, así como resolver los asuntos más apremiantes de la pobreza extrema, de la salud, de la alimentación, de la educación y de la corrupción de funcionarios que no solo exacerba la desigualdad, sino que es hija predilecta de las tendencias totalitarias. En fin, una pedagogía democrática convertida en la mejor defensa del sistema de valores republicanos que nos inspira.
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