El hecho concreto y doloroso de vivir en un país autoritario como Venezuela, en el que la labor más importante que tienen los funcionarios es perseguir y acallar a cualquiera que opine y piense libremente, tiene efectos innegables sobre la calidad del debate público. No solo debemos suponer que la ausencia de libre circulación de ideas y la atomización de las audiencias en medio de desiertos informativos provoca que los ciudadanos estén “perdidos” en relación con los acontecimientos y sean susceptibles de caer en las trampas de las noticias falsas y la manipulación de la propaganda gubernamental; es que también, producto de semejante contexto represivo, la razón y la meditación son sustituidas por los prejuicios en la conducta de mucha gente.
Quizá sea un fenómeno comprensible si se estudia de alguna manera, ante la falta de información fidedigna, confiable, soportada en datos y evidencias, la ignorancia florece, pierde el pudor y se muestra con toda su fealdad en público. Es así como ahora es común encontrar a más terraplanistas que los sufridos en vida de Copérnico, machistas y misóginos con éxito en TikTok, manadas de conspiranoicos en los grupos de WhatsApp y, quizás los más preocupantes, aquellas personas que por distintos traumas desarrollan una aversión al otro, al diferente, a las vidas ajenas y a los derechos del resto de la humanidad sobre la base de una mal entendida religiosidad o espiritualidad.
Hay que resaltar, a efectos de combatir la ignorancia, que los Estados modernos tienen como principio la separación entre Iglesia y Estado, es decir, hay Estados laicos. En otras palabras, cada quien es libre de practicar la fe que le parezca más adecuada a su sensibilidad espiritual, incluso puede haber gente atea y tendría igual derecho a existir y expresarse en público y en privado. Ahora bien, el Estado y sus instituciones no tienen una confesión religiosa oficial, las autoridades públicas no pueden tener, sin faltar a la Constitución y las leyes, una preferencia por alguna religión en particular a la hora de tomar decisiones, de hecho, ni siquiera un líder religioso puede ser candidato a un cargo de elección popular porque la misma Constitución establece como requisito “ser de estado seglar”.
En los Estados laicos se puede notar que entre delito y pecado hay una gran diferencia. Entendiendo que pecado es una falta contra Dios, puede haber pecados que no son delitos. Por ejemplo, divorciarse es totalmente legal aunque puede ser una acción pecaminosa en algunas religiones. Si una Iglesia o culto específico considera que cierta acción es pecado, su disposición solo es aplicable u observable para quien es practicante de esa religión y, en ningún caso, eso es obligante para el resto de los ciudadanos y mucho menos debe considerarse como una orden de carácter vinculante para las decisiones tomadas por el Estado.
Dicho esto, ¿cómo debe entenderse que el Estado venezolano proporcione a 20.000 pastores evangélicos bonos a través del sistema Patria? ¿Por qué existe un programa público denominado “Mi iglesia bien equipada” para financiar la construcción, remodelación y acondicionamiento de recintos religiosos? ¿Por qué el presidente de la República afirma que proporcionará beneficios fiscales a algunos cultos? ¿Por qué el Ministerio Público no actúa de oficio contra los grupos antiderecho de base religiosa que difunden discursos de odio contra la comunidad LGBTIQ+ y los derechos humanos? De seguir por ese camino, ejercer oposición política, además de ser un delito que en Venezuela se paga con cárcel o exilio, también será pecado contra Dios o quizá pronto presidente y Dios sea lo mismo. En cualquiera de los casos, tenemos el infierno asegurado.
@rockypolitica
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