Difícil imaginar, amigo lector, los peligros que encierran los tiempos que vivimos.
El mundo occidental está acostumbrado a una paz, ya bastante duradera. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial no han habido guerras mayores que involucren, como antagonistas directos, a las principales potencias. Esto no quiere decir que no hayan habido conflagraciones, pero estas han sido limitadas en su alcance geográfico, habiendo estas medido cuidadosamente su nivel de involucramiento.
Por ejemplo, las guerras de Corea y Vietnam estuvieron confinadas a Corea y a la vieja Indochina Francesa. Las invasiones rusa y estadounidense de Afganistán se limitaron al territorio de dicho país. Las guerras del golfo Pérsico de 1991 y 2003 también fueron limitadas. Las guerras en los Balcanes por la disolución de Yugoslavia igual. Las guerras entre Israel y sus vecinos árabes de 1967 y 1973, fueron muy peligrosas, en particular la segunda, pero se circunscribieron a sus contendientes directos.
El peor momento desde 1945 fue cuando un terrible error de cálculo de Khrushchev lo llevó a instalar misiles nucleares de alcance intermedio en Cuba, lo que posibilitaba un ataque sorpresa contra EE.UU., algo imposible de realizar de otra manera. El resultado de la crisis fue que la URSS retiró sus misiles, pero quedó el pacto implícito por el cual los americanos no invadirían la isla, asegurando la supervivencia de ese portaviones del mal que tanto daño le causa a la libertad en América Latina.
Varias circunstancias contribuyeron a sostener la paz este largo período. La principal fue que soviéticos y estadounidenses no querían derribar el orden establecido por medio de una guerra, o, en todo caso, no estaban dispuestos a iniciarla. En esa puntual, pero importante medida, compartían, si se quiere, intereses y valores.
Los comunistas soviéticos creían en la inevitable victoria final del socialismo. Los gringos, aunque más dados al autocuestionamiento y las dudas existenciales, pensaban que la libertad, el consumismo y hedonismo capitalista perdurarían. Entonces, ¿por qué alguno de ellos iniciaría una guerra?
También, el elefante en la tienda, la doctrina militar prevaleciente en la Guerra Fría contemplaba el empleo mutuamente suicida de armas nucleares. Por mucho que los doctrinarios marxistas consideraban que la civilización sobreviviría a una guerra atómica, nadie quiso poner a prueba ese interesante postulado.
Hoy las cosas son distintas. La gran potencia emergente, China, se esfuerza por recordarlo todos los días. Han abandonado la postura de Deng Xiaoping de un “Ascenso Pacífico”, algo muy sugerente e indicativo de su pensamiento actual. El ruido de sables de Pekín contra Taiwán es cada vez mayor. Los altos mandos militares de EE.UU., en actividad y retiro, otorgan altas probabilidades a una invasión en un corto plazo (pocos años).
Piensan que no sería una guerra nuclear sino una en que se emplearían nuevas tecnologías que se han perfeccionado en los últimos años como la inteligencia artificial, drones, robots y muchas otras.
China publicita supuestas capacidades para que las fuerzas navales de EE.UU. no puedan aproximarse al teatro de operaciones de una eventual guerra o ayudar de manera importante a Japón, Corea o cualquier otro país. China le repite a diario a sus vecinos: no se equivoquen, EE.UU. aún así quiera, no podrá defenderlos.
Otras señales ominosas de Pekín son la consolidación del poder personal de Xi y su apoyo al aventurismo de Putin. Esto último quizá responda a que los chinos olfateen la posibilidad de controlar de facto las extensas y deshabitadas estepas siberianas con las que limitan al norte.
En este escenario, el comportamiento de Macron en su visita a China sorprende, haciéndolo parecer más un peregrinaje que una visita de Estado. Sus declaraciones, distanciándose de la oposición de Washington a una invasión de Taiwán y dando entender que este no sería un problema europeo son imprudentes.
¿Por qué ha hecho esto Macron? ¿Piensa que así podrá salvar a Francia y Europa de verse envueltas en una Tercera Guerra Mundial? ¿Persistente disgusto por la decisión australiana de anular la compra de submarinos convencionales franceses para adquirir otros de propulsión nuclear de origen americano?
El hecho es que el señor Xi y el actual liderazgo chino parecen estar convencidos de que están en condiciones de cambiar el orden mundial por medio de acciones de fuerza. Putin piensa lo mismo, pero él es menos importante ya que carecería de la fuerza para imponerse, como estaría quedando demostrado en Ucrania.
La Primera Guerra Mundial estalló a pesar que las grandes potencias querían preservar el orden existente, debido a errores de cálculo y una enorme irresponsabilidad rusa. En la Segunda Guerra Mundial lo decisivo fue el deseo hitleriano de construir un nuevo orden mundial.
Hoy, China quiere imponer un sistema bajo su dominio. ¿Esperan lograrlo pacientemente, como proponía Deng Xiaoping, o, por el contrario, piensan que este se obtendrá mediante una acción decidida, hoy y ahora, aprovechando que Estados Unidos y Europas viven un sueño pacifista y unas cada vez más delirantes fantasías progresistas?
Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú