Normalmente doy por satisfecho mi compromiso con los lectores los jueves, al poner punto final a mis divagaciones y, previa revisión no muy escrupulosa en busca de yerros y omisiones, las remito a la sala virtual de redacción de El Nacional; esta semana, sin embargo, lo pospuse para el día siguiente, a causa de un apagón debido las recurrentes fallas de Corpoelec en los procesos de generación, transmisión y distribución de energía eléctrica —atribuidas, sin rubor y sin respeto al ciudadano, a saboteadores fantasmas, o a rarísimos especímenes de una zoología fantástica digna de aparecer en la Enciclopedia de las cosas que nunca existieron. Pero el viernes se celebraba el Día Internacional de los Payasos, festividad instaurada en honor al español Emilio Alberto Aragón Bermúdez, mejor conocido con el mote de Miliki, quien nació el 5 de noviembre de 1939 y conformó junto a sus dos hermanos el famoso trío Gaby, Fofó, y Miliki, creadores e intérpretes de la conocida canción «Hola Don Pepito, hola Don José». La conmemoración ambiciona «destacar el impacto social de los profesionales de la guasa, más allá de sus risas, bromas y cabriolas, en actividades comunitarias y humanitarias, especialmente en hospitales, albergues, centros penitenciarios y campos de refugiados». Por tan encomiable anhelo, me puse en sintonía con el clown party, a riesgo de, en vez de una gracia, hacer una morisqueta.
Conocedores de la fiesta brava y su anecdotario relatan un vago e impreciso encuentro, en un hotel de Madrid, entre José Ortega y Gasset y un encumbrado torero —Rafael Gómez, el Gallo, Rafael Guerra, Guerrita o Rafael Molina, Lagartijo, dependiendo del narrador—, quien, desconcertado ante la naturaleza del oficio del filósofo del yo y sus circunstancias, habría exclamado: «¡Hay gente pa’ to!». Parafraseando al indefinido matador, nos permitimos afirmar: ¡Hay payasos pa´to! Y de toda índole. Los hay apacibles a la manera tonta de Popy, las payasitas Ni Fu Ni Fa o el hamburguesado Ronald McDonald, y francamente siniestros como The Joker (Guasón), el archienemigo de Batman, interpretado por César Romero, Jack Nicholson y Heath Ledger (tal vez el payaso más famoso del mundo), o el terrorífico Pennywise de Stephen King (It, 1988); ficticios o de carne y hueso, muchos les temen. Coulorofobia se llama ese miedo y hay profusa literatura al respecto.
¿Se ríe uno de los payasos o estos se burlan de nosotros? El tema da para un sinnúmero de ensayos, ponencias y seminarios en torno a la psicología de quienes se abocan al difícil arte de hacer reír. Hemos visto a niños sacarles la lengua a payasos fingiendo tristeza, un modo sutil de concitar la crueldad o el sadismo infantil con fines inconfesables. ¿Y si los payasos constituyesen una pérfida secta de felones conjurados contra la humanidad, tal los invidentes diseccionados con lucidez luciferina por Fernando Vidal Olmos en su Informe sobre ciegos (Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sábato, 1961)? La pregunta no es retórica ni la aprensión gratuita; las asocio a una cándida conversación sostenida entre Scout Finch, su hermano Jem y un amiguete de ambos, Dill, leída en Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, Harper Lee, 1960): «Cuando sea mayor, creo que seré payaso — dijo Dill. Jem y yo nos paramos en seco. —Sí, señor, payaso — repitió él —. Con relación a la gente, no hay cosa alguna en el mundo que pueda hacer si no es reírme; por lo tanto, ingresaré en el circo y me reiré hasta volverme loco. — Lo tomas al revés, Dill — advirtió Jem —-. Los payasos son hombres tristes; es la gente la que se ríe de ellos. — Bien, yo seré un payaso de una especie nueva. Me plantaré en mitad del círculo y me reiré de la gente».
Sustanciar un expediente sobre la hermandad o cofradía de los payasos — ¿habrá una internacional de la payasería?— y desmontar sus planes conspirativos es tarea tentadora, mas no sabría cómo hacerlo, pues demanda el rigor metodológico de un Sherlock Holmes, y no las conjeturas de un dilettante. Ahora, en plena temporada de caza electoral, abunda el circo; y, cuando en el país hay circo, pululan los bufones, saltimbanquis y mamarrachos bolivarianos. Estos no tienen remedio: son chavistas y seguidores de Maduro; pero, ¡cuidado!, participan de forma semiencubierta en actos de la oposición o de las oposiciones. No puede ser de otra manera. No hay pan para tanta gente. Tampoco al parecer ideas. Y no le falta la razón al padre Luis Ugalde cuando escribe, en defensa de su intención de votar contra viento y marea, a modo de protesta y en pro de la unidad: «El 21 (de noviembre) saldrán derrotadas dos miopías: la del régimen que con solo el voto del 25% o 30% tratará de secuestrar el deseo de cambio del 75% y perpetuar la destrucción nacional; y por otro, el modo trasnochado y egoísta de hacer política de la oposición sin unir fuerzas para la reconstrucción nacional. Si el régimen es tan irresponsable que no se va, hay que echarlo y para eso está el referéndum revocatorio».
Días atrás, Roberto Picón, rector principal del casino electoral, se pronunció con relación al uso indebido de los recursos del Estado en la campaña en curso y, además, dejó claro, clarísimo un recordatorio: dentro de dos meses (10 de enero de 2022) se puede activar el proceso revocatorio del mandato de Nicolás Maduro; sin embargo, y ello es prueba irrefutable del vasallaje del Poder Electoral al Ejecutivo y su perruna obediencia a la voz del amo, ningún vocero de la (des)institución salió en su defensa ante los insultos del bellaco, a través del «canal de todos los venezolanos», llamándole lavaperros — colombianismo incorporado a su paupérrimo vocabulario, producto seguramente de su toma y daca con la narcoguerrilla—, como si la revocación no fuese prerrogativa constitucional. Abuso de poder y peculado de uso. Ni más ni menos.
Llamar payaso al capitán cebolla con el propósito de baldonarle, cual hizo Bigotes con Bolsonaro días atrás, sería degradar y ofender a los payasos; empero, pongamos a estos momentáneamente entre paréntesis, a objeto de no llover sobre mojado, y poder expresar sin rodeos nuestro respaldo a la necesidad de transformar el voto en instrumento unitario y de protesta, haciendo caso omiso del cretinismo abstencionista y a sabiendas de la inevitabilidad de las trapisondas ingeniadas por los estrategas del oficialismo, con la finalidad de engañar o confundir a la exigua observación internacional. No deshojo una dubitativa margarita shakesperiana, to vote or not to vote, ¡porque that is NOT the question! Gracias a la abstención, se instaló Chávez en Miraflores hasta el llamado de la parca, y se aprobó una cursi y farragosa carta magna a su medida. Mediante la «abstención militante», le entregamos el parlamento, las gobernaciones, las alcaldías y los consejos legislativos y municipales al PSUV y sus aliados. En síntesis, le cedimos TODO el poder a los rojos. ¡Y hay quienes se empecinan en seguir tropezando con la misma piedra! El voto es un privilegio cuyo ejercicio nos permitiría mostrar al mundo los desequilibrios (y las arbitrariedades) que, en materia de dineros, infraestructura y arbitraje, definen el talante dictatorial de quienes usurpan el gobierno. Sufragar es una obligación moral inherente al contrato social de cualquier república democrática. ¿Que Venezuela ha dejado de serlo y no lo fue durante años? De acuerdo; pero ello no impide, por el contrario, anima, la insurgencia ciudadana contra el despotismo.
En las próximas dos semanas y hasta el mismísimo 21N, la movilización opositora —campaña electoral— debería hacer énfasis no tanto en la conquista de espacios sin peso específico, cuanto a impedir se sepulte de una vez por todas el ideal federal con miras a la implantación de un Estado comunal, una fórmula cuyos antecedentes han sido desastrosos, porque comporta, en nombre de una utopía contra natura e irrealizable, la deshumanización del individuo a partir de su total subordinación al líder. Esto es lo que se busca con un hipotético empoderamiento del pueblo —«explosión del poder popular»—, oferta demagógica tras la cual se oculta un nefasto modo de control y dominación social, y la concentración del mando en una cúpula corrupta, inepta y despiadada. A esa estocada definitiva a la república y al Estado de Derecho, deberíamos responder con un estallido consciente del libérrimo poder regional, sufragando por los candidatos de la unidad (la manito) en defensa de la descentralización. Maduro, Padrino, Cabello, los hermanos Rodríguez y el etcétera de enchufados apuestan por la abstención: ¡buen motivo para votar!
De ser ciertas las revelaciones del Pollo Carvajal, la trampa siempre ganó: Chávez perdiendo, venció a Rosales y a Capriles; no obstante, a pesar de su fortaleza e invencibilidad, el régimen se acaba de ponchar, porque Karim Khan, fiscal de la Corte Penal Internacional, no prestó oídos a los cantos de sirena del metrobusero miraflorino, dio por concluida la fase preliminar de la investigación sobre crímenes de lesa humanidad y procedió a abrir la investigación formal. Al saber del resbalón de Nicolás, tuve una suerte de epifanía y lo vislumbré como un fantoche, perplejo y con el bate al hombro, mirando al vacío desde la cúpula de un circo sin espectadores mientras, in crescendo y sin saber de dónde procedía, se escuchaba, en la voz de Luciano Pavarotti, un fragmento de Vesti la Giubba (Ponte el jubón), aria del final del primer acto la ópera Pagliacci de Ruggiero Leoncavallo: Tu se’ Pagliaccio!/Vesti la giubba/ E la faccia infarina/ La gente paga e rider vuole qua/E se Arlecchin/ T’invola Colombina/ Ridi, Pagliaccio, e ognun applaudirà! (¡Tú eres Payaso!/ Viste el jubón/ Y la cara enharina/ La gente paga y reír quiere aquí/ Y si Arlequín/
/ Te desea la Colombina/ ¡Ríe, payaso, y todos aplaudirán!). La visión fue fugaz. Con los pies en tierra, ¡espabílate!, concluí que Leoncavallo y Pavarotti eran mucho camisón pa’ Petra, y más adecuado al talante del interfecto era Tito Rodríguez cantando Cara de payaso/ boca de payaso/ pinta de payaso/ Fue mi final sin carnaval.