Pasadas tres décadas desde el final del comunismo franco y sin telones, en medio de una inflexión histórica demencial ganada para la sinuosidad y el relativismo, puedo decir, si llegan a admitirse paralelos, que somos observadores de un tiempo similar al que tuvo como testigos a la Primera y Segunda Grandes Guerras del siglo XX.
En la antesala de estos partos cruentos media una carrera competitiva demencial por el predominio político y económico entre distintas naciones. Las potencias, ávidas por hacerse de recursos y nuevos mercados dan cabida al encono destructivo, mientras otras, más preocupadas por la disminución de sus poderes, le abren las puertas al templo de Jano.
En el primer caso, un “incidente”, el asesinato del archiduque austríaco Francisco Fernando en Sarajevo, y en el segundo, otro, la invasión a Polonia por la Alemania nazi, resucitan el miedo colectivo, el enclaustramiento de las familias o las migraciones forzadas en masa. La muerte se hace presente sin discriminar – al igual que con el “incidente” del COVID 19 – y los seres humanos pasan a depender de los imaginarios que se construyen desde sus gobiernos.
Estos imponen la disciplina pública y privada y hasta la regla del «distanciamiento social» extensivo entre amigos y ahora enemigos mutuos –en la hora, los «bioterroristas»– al punto de instaurarse, así ocurre en los espacios del fascismo según Piero Calamandrei, regímenes de la mentira y la maldad absoluta.
Pues bien, transcurridas las dos primeras décadas del siglo XX, a treinta años desde la declaratoria del “final de la historia” y tras la caída del Muro del Berlín, el errado predicado de la desaparición de las ideologías, la simplificación maquinea del agotamiento del socialismo real, el ingreso de la humanidad a la Edad de la Inteligencia Artificial –que muda la realidad geográfica y apaga el valor del tiempo que cuece costumbres y culturas para afirmar la virtualidad e instantaneidad de la experiencia humana– nos han ganado como ayer otro Sarajevo.
El conflicto Estados Unidos-China por el dominio de la tecnología 5G, favorecedora del gobierno digital y sus plataformas (Twitter, Instagram, Facebook, Snapchat, YouTube, la Qzone de los chinos) y la manida tesis del deterioro de la naturaleza, que se mostraría incapaz de acoger a todos sus habitantes a menos que se revierta la relación de estos para con ella, se soportan sobre un denominador común, el globalismo integrista, a saber, la aniquilación de los fundamentos de la civilización judeo-cristiana y el imperio de la “modernidad líquida”, que es la negación de toda forma estable de asociación y de afectos.
Avanzamos, así, hacia la construcción de un Nuevo Orden, de cuyas categorías constitucionales espera la globalización desde 1989 –lo reclama Luigi Ferrajoli desde la escuela florentina– pero que llegan contaminadas por una premisa inédita que es desviación que amenaza la vida en dignidad del género humano; ya no la vida biológica, gravemente comprometida y en cuarentena, sino la vida en dignidad, la del hombre varón y mujer como especie caída perfectible, hija de la razón libertaria, iluminada por la conciencia moral.
Esta vez, en defecto del Homo Sapiens, desplazándose al Homo Videns –hijo acrítico de la televisión y sus realidades al detal– y al Homo Twitter en boga –el internauta que une textos telegráficos con imágenes de conveniencia para forjarse su propia y arbitraria verdad narcisista –el Homo Deus et Machina como inteligencia artificial se anuncia altivo, capaz de pensar y decidir por los humanos y de sustituirnos a todos y a conveniencia, asegurándonos protegernos de nosotros mismos. La vivencia de la cuarentena es aleccionadora. Adormece bajo las maravillas del Skype y el Zoom el sentido vital de la «otredad».
Por esto he vuelto a Oswaldo Payá, fallecido hace 8 años a manos de la satrapía cubana y atiendo a su experiencia, que es ajena a lo corriente y es profética. Releo su memorioso libro La noche no será eterna, a pedido de su hija Rosa María. Pocos párrafos me bastan, a la luz de lo anterior.
El pez no puede vivir fuera del agua, dice Oswaldo, pero metido en una pecera, con agua y todo, se le roba su libertad. Y eso es el comunismo, agrega. Al meter a los pueblos en peceras “para adueñarse de sus conciencias” se les irroga “un daño antropológico”, un “daño a escala humana” para someterlos.
“La descrita situación de confinamiento sin perspectivas genera en muchos el síndrome de indefensión incorporada”, pues marca a las personas en todo su quehacer, “en sus análisis y en su conducta, siempre modulados por el miedo y la desesperanza”, explica, casi que recreando nuestros aislamientos y encierros por el coronavirus.
Como cubano, víctima del comunismo hasta el sacrificio total, recuerda Payá que “el ataque, con abierta y manifiesta intención aniquiladora, fue masivamente contra la moral, la cultura y la memoria nacional, que era esencialmente cristiana”.
Hoy vemos desde nuestras pantallas digitales que se queman iglesias y derrumban símbolos de la memoria colectiva, bajo la ira desatada de quienes celebran sus orfandades y celebran como en Zaratustra la muerte de Dios. Y Oswaldo, cuyo verbo es llama ardiente, hace crónica y siembra esperanzas con el ejemplo: “Si por una parte el intento de descristianización sistemática de parte del régimen cubano fue y es una de las bases necesarias para someter al pueblo totalmente, por esa misma parte el renacer de la fe es, sin duda, [nuestra] principal fuente de liberación”. Ella nos fija con raíces e impide seamos briznas de paja lanzadas al viento.
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