Como quiera que Venezuela se ha convertido en uno de los países con más migrantes en el mundo, el tema del lugar que abandonan por tiempo indefinido, con contento o dolor, obligados o libremente, se ha puesto otra vez sobre el tapete y que podría llamarse patria. Palabra sumamente sobrecargada.
Puede ser una palabra algo o muy sórdida si se la convierte en una identidad fija y cuya fuente es algún momento del pasado o rasgos étnicos y culturales inmodificables. En el caso de que ese procedimiento sea para resaltar los privilegios y prerrogativas del país da lugar a una peligrosa enfermedad que se llama nacionalismo. O sea, atribuirle derechos indebidos a esa patria sobre otras patrias y abusar de estas. El caso límite es el nazismo que pretendió imponer su superioridad racial sobre el resto de la humanidad, el derecho a gobernarla y asesinar a buena parte de ella cuando fuese menester. O, muy recientemente, en tono menor, el norteamericanismo de Donald Trump y sus impúdicos y peligrosos desprecios racistas. También es pensable una concepción negativa e inamovible de la patria. Incluso étnica, como la que tuvieron algunos notables positivistas venezolanos que nos consideraron un pueblo poco apto para la libertad, la laboriosidad y el progreso y por ende condenados a ser dominados por algún tirano que manejase y controlase nuestra insalubre condición, látigo en mano. Como, por último, este nacionalismo identitario e inamovible —“somos hijos de libertadores” escribe hace poco un amigo, por lo tanto, expulsaremos a los gringos que se atrevan a venir a jodernos— es, además una antigualla y una ridiculez, en el mundo globalizado e intercomunicado como nunca.
No hay que olvidar que las naciones son en buena parte producto de avatares históricos, sobre todo económicos, y que segmentos suyos, por ejemplo, se parecen más a algunos vecinos que a otras “identidades”, maneras de ser, más lejanas. Un andino venezolano se parece más a un andino colombiano que a un oriental venezolano, que en mucho se asemeja a un costeño del vecino país. Fue el capital el que hizo la geografía moderna.
La humanidad debe ser, posiblemente va a ser una, un solo colectivo con igualdad de derechos y deberes. Vaya usted a saber cuándo y siempre que no termine enguerrillada atendiendo a sus violentas pulsiones o, no es de desechar, termine por destruirse con todo y planeta habitable. Y todo lo que a ello contribuya es positivo: desde la ONU hasta la Unión Europea, los luchadores sin fronteras por la salud o la protección de los derechos humanos, la mundialización de los mensajes mediáticos y la eliminación de los fundamentalismos inherentes a toda religión, el blue jean a los más de mil millones de turistas anuales, la mundialización del sushi o la hamburguesa. Incluido, desgraciadamente, el coronavirus.
Pero mientras tanto hay naciones. Y para mí eso implica un problema ético ineludible. La nación, valórese como valórese, implica un grupo de seres humanos que están religados por una historia, unas leyes, unas costumbres, en fin, que no pueden dejar de actuar unos con otros, o contra otros. En otros términos, es vínculo inevitable que me permite comportarme con el otro, con mis semejantes. Y eso es fundamento esencial de la ética: desde el animal político de Aristóteles al «ama a tu prójimo como a ti mismo» o la necesidad de universal nuestros criterios de acción de Kant o el ser genérico de Marx o el “ser con” de los fenomenólogos. Y hasta de los liberales y neoliberales, que priorizan el individualismo. En síntesis, que no es inherente a nuestra condición ser tribu y saber comportarnos con los otros. Entonces la patria aparece como escenario insustituible, por cosmopolitas que seamos, para pensar la política posible y la moral personal. Esto nos crea ineludibles conminaciones para con los conciudadanos —el “otro” real— que hay que resolver. Por ejemplo, irse cuando hay tragedia y uno puede escoger y no dejar a los otros animales políticos —familiares, vecinos y conciudadanos— en el escenario del horror. O lucrarse o en todo caso ignorar la tragedia en vez de luchar, como se pueda, contra ella, como les pasa casi naturalmente a los que tienen medios y reales para ignorarla. Es lo que impide que no nos convirtamos en lobos solitarios o gozones en las noches de la historia.