Los veo avanzar por la acera camino seguramente de la iglesia de mi parroquia para la misa del domingo, una iglesia que mi hijo Boris calificó como iglesia de película de bajo presupuesto. Quizás van dispuestos a pasar la mañana en el Parque del Este, vecino a mi casa, donde el niño de apenas cinco años se deleitará con el amplio espacio de sus propios juegos. También es posible que vayan a visitar al adinerado padrino del niño y beber en su casa un par de cervezas frías mientras el muchachito se distrae acariciando el perro de la mujer o de la hija casada.
Ya se acercan: él endomingado, de corbata y zapatos brillantes y ella, vestida de falda de colores, sandalias alegres y maquillada en exceso al punto de que con los afeites se podría pintar la iglesia de la película venezolana.
El aire festivo de los padres no se ajusta al rostro contraído del niño que debe correr para ir a la par del paso más largo, seguro y adulto de sus adorables progenitores. Es patético: cada paso adulto puede medir setenta centímetros. Si las piernas de papá y de mamá son largas y de músculos acerados, el paso tiende a ser algo más cercano a los noventa centímetros o al metro mismo en franca oposición al pasito corto, trémulo, del niño de apenas cinco años con sus piernas cortas e inseguras.
Pero los amorosos padres no se percatan de lo que le ocurre al hijo bienamado. No concertan sus zancadas al trotecillo involuntario y obligado de la infeliz criatura que debe correr en lugar de caminar sin poder observar el milagro de la vida que navega a su lado a medida que él se atropella no por lo que ocurre en la acera sino por el espléndido e incesante acontecimiento que tiene que ser para él la calle, la gente y la ciudad: la bicicleta que pasa, otra madre llevando a rastras a otra pequeña víctima fuertemente agarrada de la mano, el grupo de hombres y mujeres que ríen, el autobús de color verde esperanza…
El paseo dominical se transforma en suplicio y agonía para la criatura supliciada por la indiferencia paterna. Al llegar a la esquina, el niño agotado, cansado de correr asido por la dura mano del padre y del pesado maquillaje de la madre comienza a llorar. Es su manera de expresar su desventura, pero los padres no entienden o se niegan a aceptarlo; se desconciertan y gritan y sacuden al pequeño que llora con más empeño. Entonces viene la bofetada, el golpe con la mano abierta. ¡Y visualmente ocurre la verdadera catástrofe!
Desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico en aquella esquina o en cualquier lugar del mundo, se llama “picado” al ángulo de toma cuando la cámara está colocada más arriba del sujeto. Esto hace que la importancia y el relieve del sujeto o del objeto de la toma disminuya. Es decir, que el niño que está llorando en la esquina es visto por el padre como un enano o peor aún, como un ser larvario débil y llorón.
El ángulo contrario se llama “contrapicado”: cuando la cámara está colocada a una altura inferior, a ras del suelo y dirigida hacia arriba, lo que confiere al personaje, esta vez al padre, un aspecto desconcertante. Es decir, que el niño en contrapicado no ve al padre, ve a un gigante. Cuando se trata de la bofetada, el niño ve venir una gigantesca mano abierta y enfurecida y detrás un ser humano, su padre, transformado en el monstruo de la narración infantil que lo mantuvo despierto y aterrado cuando la madre se la leyó antes de acostarlo. ¡El padre amoroso se ha desvanecido! Un ser aterrador ocupa su lugar trastornando al niño. Quebrantando la fragilidad de su psiquis. Y después de la bofetada y sin importar el cansancio, el horror y las lágrimas que sacuden al infortunado niño bienamado, el amoroso paseo dominical sigue su andar hacia la iglesia de bajo presupuesto o hacia las cervezas frías en la casa del padrino.
El país venezolano y los venezolanos mismos opuestos al régimen militar somos vistos por nuestros absurdos mandatarios en picado y ellos son vistos por nosotros en contrapicado (¡yo me resisto a verlos así y trastrueco el lenguaje del cine, altero la posición de la cámara y los veo más bien como si yo fuese el gigante y ellos los seres larvarios y del subsuelo!).
Yo no poseo armas de fuego ni armas blancas. Tengo cuchillos, pero no conocen ningún otro lugar donde estar sino en los anaqueles de mi cocina. De allí salen solamente para picar la carne y cortar las verduras.
A veces, las ollas y mis cacerolas lagostinas sirven como armas exclusivas para gritar ocasionalmente y en perfecta armonía mi desencanto por las penosas equivocaciones del régimen.
Pero nunca he tenido un arma de fuego en mis manos y desconozco cuánto puede pesar un revólver o un fusil ametralladora y tampoco sé cómo se escribe Raskolnikof, el poderoso fusil ¿ruso?.
¡Solo dispongo de la palabra para defenderme! Es la única arma que tengo. La palabra y mi voluntad para dispararla contra el enemigo desde la trinchera de esta engorrosa e inacabable batalla en que me encuentro.
Pero si empleo el picado del cine para denunciar el afectuoso aunque disparatado y desventurado paseo dominical de un niño aterrorizado, acompañado de dos seres descomunales pero amorosos, podría servirme también para convertir en gusanos del inframundo a quienes me aturden y descalifican política y socialmente.