“Ahí donde está el peligro, crece
también lo que salva”
Friedrich Hölderlin
Es verdad que el término Parousía (παρουσία) es invocado en las Escrituras por el apóstol Pablo de Tarsos, específicamente en la Epístola a los tesalonicenses, anunciando «la buena nueva», es decir, la llegada, la venida, “la presencia del Señor”. De estricta y reputada formación clásica, el santo y martir cristiano emplea con cabal conciencia la expresión, en claro y distinto sentido teológico-político, para decirlo con Spinoza. No obstante, ya antes había sido utilizada, sólo que en clave ontológica, por Platón, especialmente en los diálogos Fedón (100c-d) y Timeo (49a-50c). Según el filósofo griego, todas las cosas bellas son bellas en virtud de la presencia, en ellas, de la idea de belleza: “Si alguien afirma que cualquier cosa es bella, me atengo sencilla, simple y, quizá, ingenuamente a mi parecer: que no la hace bella ninguna otra cosa más que la presencia o la comunicación o la presentación en ella en cualquier modo de aquello que es lo bello en sí”. Eso afirma en el primero de los textos. En el segundo, sostiene que “de lo que vemos que siempre se hace presente -o acontece– de una cosa en otra, no hay que decir «esto». Aquello en lo que en cada una de esas cosas hace presencia y desde lo cual desaparece, sólo a ello debe designarse el «esto»”. Más que de lo circunstancial y finito, la Parousía es nodriza de la historia, porque es capaz de transformar el material del acaso, lo finito e inerte, en materia signada. O como sostienen sus apologetas, con tembloroso entusiasmo postmoderno, es “el devenir del devenir”.
No es posible avanzar sin retroceder hasta el fundamento de las cosas. Pero la acción de avanzar o retroceder siempre es una acción -un hacer- del sujeto. El acto de la presencia, a diferencia de lo que pueda llegar a pensar el devoto de las revelaciones, no es puro. Más bien, es la conquista de quien comprende que lo posible, la posibilidad como tal, es el esfuerzo de quienes, en medio de su presente histórico, han ido preparando el terreno propicio para el acontecimiento -precisamente, la presencia- de la eternidad. El “cielo” no se conquista “por asalto” sino por medio del trabajo, la constancia y la paciencia del Espíritu. Lo que se conquista “por asalto” no conduce al cielo de las virtudes sino al infierno de las decepciones, de donde proceden los lodos de la miseria. Como tampoco basta con sentarse a observar la marioneta de la historia. Es necesario investigar el tejido de los hilos que la mueven, hasta desenredarlos. No hay sustancia sin modos. Verum et factum reciprocatur seu convertuntur: la verdad y el hecho se convierten el uno en el otro y coinciden. Se hace lo que se sabe y se sabe lo que se hace. Y sólo lo que se sabe y se hace se presenta, aparece. Pero, por eso mismo, lo que no se sabe no se hace, y lo que no se hace ni aparece ni se presenta, por más que se tenga.
Como nunca antes, la crisis del tiempo ha devenido el tiempo de la crisis. Odiseo ha caido, envuelto en la red de sus propias argucias. Occidente parece haber entrado en situación de ocaso. La hora de los adióses conspira desde las calles tenues mientras la cruz acorta las dimensiones de su sombra bajo la luz de la luna. No obstante, el siglo de Thanos, que apenas se inicia, contempla con indiferencia las tonalidades crepusculares, mientras va dejando a su paso las glorias de Leónidas. La naranja mecánica de Burgess terminó imponiendo su neolengua y, con ella, el desquicio como modo de vida e institucionalidad. El crimen organizado, profundo, narcótico, terrorista, pro-pandémico, recibe el nombre de “Foro”, y expande sus tentáculos por todas partes, en su afán por hacer implotar una cultura que decidió entregarse en los brazos de la pusilanimidad, deslumbrado ante lo efímero, lo desechable, lo instantáneo, promovido por la industria cultural. No por azar, los fuegos artificiales han mostrado ser el modelo, la gran metáfora, sobre la cual China parece haberse inspirado al levantar su poderoso plantel industrial, el desquicio de su fuerza de produción mercantil. Quizá la insistente exhortación a la Parousía haya resultado calculada ausencia.
Todo parece suceder según un ordenamiento superior, que ha logrado zafarse, finalmente, de las pesadas amarras de la inmediatez y el relativismo, sólo que en su nombre. A veces -y no sin una buena dósis de estupor aristotélico-, conviene preguntarse si el entusiasmo de los shippings ante el acontecimiento, esa “concentración de la continuidad de la vida”, o lo que hace “donación de lo Uno en el encadenamiento de las multiplicidades” -suerte de exaltación de San Pablo en nombre de una interpretación adulterada de Spinoza, a imagen y semejanza de Heidegger y de los siete enanitos franchutes- tendrá conciencia de lo que afirma su propia conciencia, o sea, ¿tendrá autoconciencia? Existe, pues, una forma universal e infinita que, quiérase o no, se introduce y conforma los particulares finitos y verifica la presencia de lo Uno en los devenires, por lo cual es la síntesis de pasado y futuro, en tanto que es “la eterna identidad del futuro como dimensión del pasado”. Es la anhelada “historia sin sujeto” de Althusser llevada hasta su último aliento.
No se trata de que no exista la unidad, ni mucho menos lo universal. Ni siquiera se trata de considerar, por un momento, la Parousía como un término irrelevante o sacado de arcanas fantasías. Se trata de que ni la unidad ni lo universal ni lo que de ellas participa en la Parousia, pueden ser materia de presuposición, porque, al concebirla con independencia de lo relativo y circunstancial, de los “asuntos subordinados de la vida de los hombres”, a los que Hegel atribuía tanta importancia, devienen, a la vez, parte, con lo cual se niegan inmanentemente a sí mismas. O a la inversa, lo particular adquiere, abstractamente, la condición de lo universal. La verdad es resultado, no presupuesto.
Lo que demuestra la crisis orgánica que padece el presente son sus continuas desgracias. La Parousía del hoy solo puede ser eterna si es el resultado de “los latidos del corazón del topo” del aquí y ahora. “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, dice Hegel. Por eso mismo, si se pone de manifiesto un nuevo advenimiento, una nueva “venida” que sea capaz de superar el peligro de los últimos tonos sangrientos del día, dando paso a un nuevo amanecer, ello sólo será posible en virtud del paciente hacer -y pensar- de quienes, hasta la fecha, no parecen llegar todavía a comprenderlo.