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París era una fiesta

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Ernest Hemingway retrata en el libro París era una fiesta sus vivencias en la capital de Francia junto a su primera esposa, Hadley Richardson

Dicen que las simientes de todo lo que haremos están en todos nosotros, pero a mí me parece que en los que bromean con la vida las simientes están cubiertas con mejor tierra y más abono”. (París era una fiesta. Ernest Hemingway).

Soy un hombre de costumbres. Y entre ellas, en esta semana de primeros de julio, que marca el camino hacia los instantes felices del veraneo, hace ya años que, salvo error u omisión, no me pierdo ni un encierro de las fiestas de San Fermín.

Esto, que pudiera confundirse con afición a los toros, no es tal cosa. Es verdad que me gusta ver los encierros, sobre todo cuando son violentos y emocionantes, cosa que ya se ha perdido casi en su totalidad desde que se aplica el antideslizante a las calles de Pamplona. Ya sé que esto puede resultar controvertido, pero cuando juegas con la muerte y haces trampas, el juego, como muchos otros juegos, pierde toda su emoción y, por tanto, su interés. Si de verdad estás dispuesto a jugarte la vida, más si es por una pasión, no deberías llevar un as en la manga. Es como hacer trampas al solitario.

Volviendo al principio, soy un hombre de costumbres. Si lo analizo bien, llego a la conclusión de que soy muy supersticioso, lo cual no está en absoluto reñido con otros aspectos de mi personalidad, si bien pragmática, no científica o empírica. No me hace falta meter la mano en la llaga para creer en ciertas cosas. Por eso, atesoro costumbres que en realidad quizá sean rituales, para allanar un camino que suele estar cuajado de obstáculos cuando se acercan estas fechas de estío y hastío tan deseadas como necesarias.

Realmente, esta tradición que tengo, de seguir los encierros en directo, no viene de la niñez, o de lo visto en casa, como tantas tradiciones. Yo empecé a ver los encierros durante el Servicio Militar, o sea, la mili. Hasta ese año 1993, en el que hice la mili, mis costumbres no pasaban por estar despierto a las 8:00 de la mañana en pleno mes de julio, en el que habitualmente estaba de vacaciones, pero ese año, dado que a las 7:00 de la mañana estábamos en formación en el patio del aeródromo de Cuatro Vientos, y teniendo en cuenta que a esas alturas yo ya había sido injustamente ascendido a cabo y servía en Comandancia, donde contábamos con un televisor, yo a las 8:00 no tenía nada mejor que hacer que ver los encierros, en aquel mes de julio que ya, aparte de presentar el verano como una verdad absoluta, presagiaba mi licenciatura, por cierto con diploma de honor. Y es cierto que, tanto el ascenso como el diploma no los considero justos, ya que en ese tiempo de militar administrativo los obtuve, más que por mérito, por falta de demérito, por el mero hecho de no destacar negativamente.

Pues esta costumbre la he prolongado en el tiempo, como respeto a la tradición y, por qué no reconocerlo, como antesala del veraneo, como anticipo de las jornadas de playa que están por venir y que inexplicablemente añoro durante todo el resto del año. Además, hasta este año en el que mis hijos son lo suficientemente mayores para hacer las vacaciones por su cuenta, todos los años me hacían levantarles a las 8:00 durante toda la semana para ver los encierros conmigo, aunque luego se volvieran a la cama. Y he de decir que este año, los pocos días que hemos coincidido, también lo han hecho, como extraña muestra de respeto a las tradiciones en estas generaciones banales y volátiles, lo cual agradezco y me llevaré a la tumba, a la urna o adonde quiera que vayan mis cenizas el día que diga hasta luego.

Este año, además, he entrelazado esta tradición con otra que también se encuentra muy arraigada en mi ADN, de manera subcutánea, podría decir, que no es otra que releer periódicamente París era una fiesta, de Ernest Hemingway. Sí, yo no solo leo, sino que también releo, en no pocas ocasiones. Será, entre otros motivos, porque a pesar de la admiración que le profeso, no estoy de acuerdo con la afirmación de Joaquín Sabina de que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”; y, al menos para mí, la literatura es indiscutiblemente un lugar al que volver, en busca de una felicidad cada día más volátil y más esquiva. Entre los libros que he releído en ya incontables ocasiones se encuentran Territorio Comanche, de Arturo Pérez Reverte; El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, calificado erróneamente como literatura infantil; El abogado del diablo, de Steve Cavanagh o Mientras haya bares, de mi escritor de cabecera Juan Tallón. Pero, entre todos ellos, el libro que más veces he releído es, sin duda, París era una fiesta.

Es curioso. He leído otros tantos libros de Hemingway, tales como El viejo y el mar, Fiesta o El verano peligroso, pero es este otro libro el que se ha vuelto un imprescindible. Puede que sea porque, en él, Hemingway retrata sus vivencias en París junto a su primera esposa, Hadley Richardson, en una época en la que, cito textualmente, eran muy pobres y muy felices, amén de muy jóvenes; la época fugaz y maravillosa del descubrimiento, en la que cada día puedes aprender algo, si tienes la capacidad y la intención necesarias. Además, París se encuentra también íntimamente ligado a mi vida en general, y siempre me ha aportado, las muchas veces que he tenido la suerte de visitarla, vivencias y momentos que solo se borrarán con la muerte, o ni siquiera entonces.

Además de todo ello, en uno de esos lazos cuánticos a los que la vida es tan aficionada, Hemingway y Pamplona también se encuentran íntimamente ligados, toda vez que el escritor, como a mí me ocurre, acudía a cada lugar que le pudiera aportar, y la emoción de la fiesta sangrienta de los toros le estimulaba casi tanto como el alcohol, al que sin duda era adicto, pero con una adicción deliberada, sin arrepentimiento, como deberían ser las adicciones aunque se incurra en una contradicción. Hasta que esa adicción, por su propia naturaleza, pasa a dominar la situación y ya no queda más remedio que matarla, si no quieres que ella te mate a ti.

Quizá por eso, por pasar de dominante a dominado, alguien como Hemingway, que se bebió la vida a grandes tragos, acabó suicidándose, como su padre y sus hermanos Úrsula y Leicester. Hay quien atribuye estos hechos a una enfermedad física que padecían, pero yo creo que el suicidio nunca obedece a algo físico, ni siquiera a una enfermedad mental, sino a la más terrible de las enfermedades, la del alma, que te hace perder toda esperanza de superación.

No voy a filosofar sobre el suicidio, ahora que recuerdo aquella época en la que no le veía ningún sentido, pero creo que la vida es demasiado valiosa para menospreciarla, más aún sabiendo que inevitablemente, acabaremos perdiéndola.

Todas las verdaderas maldades nacen en estado de inocencia”. (Ernest Hemingway).

@elvillano1970

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