Narra Stanley Loomis en su magnífico libro de igual título los 14 meses comprendidos entre junio de 1793 y julio de 1794 que sumieron a Francia en un baño de sangre luego de la revolución de 1789. Empieza el terror con el asesinato de un migrante: Jean Paul Marat. Suizo de nacimiento, hijo de un italiano y una ginebrina, Marat viaja a Burdeos y se radica en Francia. Es asesinado por la girondina Carlota Corday el 13 de julio de 1793, nada menos que la víspera del cuarto aniversario de la toma de la Bastilla, que dio inicio a la revolución. Fue la mecha que encendió un aquelarre que llevó a 17.000 personas a la guillotina, incluidos a casi todos los revolucionarios, entre ellos Danton, Desmoulins y Robespierre. La revolución, como el titán Cronos, terminó devorando a sus hijos y el terror murió con Robespierre. Algunos años después, el ejército francés, que era particularmente racista y antisemita, culpó a Alfred Dreyfuss de espionaje en favor de Alemania, lo degradó y lo mandó a la isla del Diablo, donde pasó 11 largos años en absoluta soledad. Una prisión infamante que concluyó luego de que Emil Zola publicó su celebre “Yo acuso” y de que algunos (pocos) oficiales del ejército denunciaron al verdadero culpable. Román Polanski ha hecho una gran película que no la podemos ver ni en inglés ni en español porque los americanos tienen vetado a Polanski por violación a una menor y porque los franceses son demasiado orgullosos para ponerle subtítulos. Hay que calársela en francés, pero vale la pena. La breve historia viene a cuento luego de que Nahel Merzouk, un joven musulmán de origen marroquí, a los 17 años fue baleado por un policía francés en Nanterre, uno de los suburbios parisinos. Sobre la historia, Alain Mizrahi, ciudadano uruguayo de descendencia francesa, ha construido un “hilo” en Twitter que vale la pena resumir: Nanterre es un suburbio de 100.000 habitantes que está ubicado detrás del Arco de la Defensa, en la zona moderna de París, distrito financiero. Sus habitantes son, fundamentalmente, migrantes que provienen de África del Norte, así como Saint Denis está poblada por descendientes argelinos. Los alcaldes del distrito de Nanterre han sido comunistas desde 1945 en forma ininterrumpida. Nahel es detenido por la policía y cuando le piden su licencia de conducir, arranca el auto y el policía le dispara. Nahel muere y el malestar se extiende por toda Francia. La izquierda aprovecha el hecho y acusa al gobierno de racista y represor. La derecha acusa a la migración de ser la causa de todos los males y enarbola el grito de “Francia para los franceses”. Los imanes del Islam llaman a la cruzada contra los infieles y agitan el avispero. La realidad es que Francia necesita a los migrantes debido su bajísima natalidad y a que los franceses no quieren ser obreros de construcción, ni guardias de seguridad, ni recolectores de basura, ni trabajadores domésticos ni recogedores en la vendimia, lo que ocasiona una relación de necesidad-animosidad que se mueve en un círculo vicioso de impredecibles consecuencias. Y una de esas consecuencias es el retorno del racismo y la xenofobia. Mizrahi cita una larga lista ejemplos históricos de aquello: la “razzia” de los judíos arrestados por los propios franceses el 16 de junio de 1942, aproximadamente 75.000 y que fueron deportados a los campos de exterminio, un episodio que muchos franceses prefieren olvidar; los incidentes de Lyon en 1986 cuando aparecieron grafitis antisemitas en las paredes con la palabra “jude” (judío, en alemán); la muerte de Malik Oussekine, de origen argelino, muerto a golpes por la policía en revueltas estudiantiles en el mismo 1986 y así, pasando por los 12 periodistas asesinados en Charlie Hebdo. La Francia campeona mundial de fútbol y finalista de Qatar con un equipo repleto de descendientes de migrantes africanos no puede encontrar la salida a la integración de sus migrantes. La Francia de Zinedine Zidane, héroe nacional y descendiente de padres argelinos, no encuentra la paz. Los chalecos amarillos, franceses todos, se oponen al alza del costo de la vida, y contribuyen a la inestabilidad. Cuando uno entra al magnifico edificio del Panteón en París, se encuentra con Voltaire y Rousseau. Cerca Víctor Hugo. Ojalá vivieran para que vuelvan a redactar un “contrato social” en el cual los migrantes entiendan que deben adaptarse a la vida y costumbres del país que los acogió y los franceses entiendan que les son un complemento indispensable. Y dejen el terror y la xenofobia para los libros de historia.
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