Las fotografías publicadas en redes sociales y medios de comunicación espeluznan: delante de las puertas del Hospital Pastor Oropeza, en la ciudad de Barquisimeto, la tarde del 10 de mayo, una mujer dio a luz en plena calle. Aclaro: tirada en la acera, en las narices de un hospital inaugurado en 1981.
Minutos antes había sido rechazada por el personal de recepción del centro hospitalario, porque en el lugar –de esto trata en realidad el régimen de Chávez y Maduro– no había agua ni insumos para atenderla (léase bien, un hospital sin agua ni insumos). Al salir del centro, repelida, la mujer cayó a la acera y allí comenzó el parto. Enfermeras del centro salieron a la calle y le prestaron asistencia, mientras se producía el nacimiento del bebé. Una de ellas utilizó un par de guantes que le ofreció un familiar de la parturienta.
Cualquiera que haya leído esta información, probablemente imagine que este impactante hecho tiene un carácter excepcional. Pues debo afirmar que no: dentro y fuera de la red hospitalaria del Estado, a lo largo y ancho del territorio, desde 2014 han venido ocurriendo hechos de profunda y sistemática violencia, en contra de los trabajadores de la salud y sus dirigentes sindicales y gremiales, contra los pacientes y sus familiares, contra periodistas y activistas de organizaciones no gubernamentales. La violencia de la que hablo no es retórica. Cruza todo umbral de tolerancia y es causante de muertes injustificadas, muertes que hubiesen podido evitarse.
Desde hace meses, no hay un día, ni un solo día, en que los ciudadanos no reporten el fallecimiento de médicos, enfermeras o trabajadores de la salud. Mueren contagiados porque trabajan sin equipos para protegerse, sin recursos para atender a los pacientes, sin mascarillas, sin guantes, sin batas, sin geles, sin medicamentos, sin nada. Rodeados de comisarios políticos y uniformados que los vigilan.
Hace unas tres o cuatro semanas leí el vivido relato firmado por Jenny Salazar, en el que, a propósito del suplicio vivido por Francisco Cruz como enfermo de covid-19, narra el estado infernal en el que transcurre la realidad del Hospital Periférico de Pariata, tomado por la corrupción, la desidia y el abandono, donde los enfermos, a menos que pertenezcan al sector demográfico de los enchufados, ingresan allí para morir irremediablemente. Lo repetiré, aunque quizás no sea necesario: no hay medicamentos, no hay insumos, no hay nada. Lo que sí hay es un descarado tráfico de medicamentos, del que se lucran funcionarios del régimen. En febrero, el portal Crónica Uno informaba sobre la renuncia masiva de médicos de esa especie de “campo de la muerte”. La razón, más que legítima: devengaban salarios que no llegaban a los 3 dólares.
A lo largo de los últimos años, de forma recurrente, el periodismo ha ido construyendo, pieza a pieza, un devastador informe del ruinoso estado del sistema de salud público venezolano. Aguas negras y ratas en las instalaciones. Quirófanos contaminados donde los pacientes adquieren infecciones durante las intervenciones quirúrgicas. Servicios de atención cerrados porque no hay electricidad, no hay agua, no hay insumos, no hay médicos, no hay seguridad, no hay cómo organizar las más elementales medidas de bioseguridad.
Un paciente que espera por un cupo para realizarse una operación, cuenta con desesperación e impotencia: un día le informaron que ocupaba el puesto 82 en una lista para que le fuera extirpada la vesícula. Una semana después regresó al centro de salud (porque no hay un teléfono para recibir un aviso; hay que volver una y otra vez, hacer colas de horas, para enterarse del progreso en la lista). ¿Con qué se encontró? Con que, milagrosamente, había sido desplazado al puesto 147. Hay personas que han pagado 2.000 dólares para ser ingresadas, adquiriendo deudas que sobrepasan su capacidad de pago. El debate para millones de personas que no pueden pagar las clínicas privadas, se reduce a esto: o ceder a la corrupción o morir. Otros pacientes han sido contactados para ofrecerles esta vía exprés. Se han negado y, al volver al hospital, se encuentran con que han desparecido de la lista.
No hay un hospital que escape de esta devastación. Se ha producido y se está produciendo en todas partes. Lo ocurrido en el Hospital J. M. de los Ríos, donde varios niños han perdido la vida esperando por trasplantes o porque no les suministraron tratamientos, califica sin atenuantes como crímenes que deben ser llevados a los tribunales. Las muertes de Giovany Figuera (6 años) o de Robert Redondo (7 años) y de muchos otros, no pueden, no deben quedar impunes, porque ellas tienen unos responsables, una cadena de mando, a la que es imputable las acciones y las omisiones que condujeron a semejante destrucción de vidas, ruina de los centros de salud y maltrato a los familiares.
Eso sí: en ninguno de estos edificios de la muerte faltan miembros de la Guardia Nacional, uniformados, espías, milicianos y sapos dedicados a evitar que se tomen fotografías o que ingrese algún periodista en búsqueda de información. Esa es la única política pública hospitalaria que hay en Venezuela. Ocultar los hechos. Ocultar la mortandad de niños, adultos y ancianos, que se cuenta por miles.
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