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Para leer Allende y el museo del suicidio

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Cuando ocurrió el golpe de Estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende en septiembre de 1973, yo vivía en Berlín, becado como escritor por el programa de artistas residentes, y participé en la red que se organizó de manera espontánea para recibir y apoyar a los chilenos que llegaban exiliados a Europa. Entre ellos recuerdo particularmente a dos, porque nos hicimos amigos para siempre, Antonio Skármeta y Ariel Dorfman.

Antonio había ganado ya para entonces el premio Casa de las Américas en La Habana con su libro de cuentos Desnudo en el tejado, y Ariel era famoso por el libro escrito a dos manos con Armando Mattelart, Para leer al pato Donald, del que se habían hecho decenas de ediciones y traducciones.

Antonio se quedó a vivir en Berlín, y Ariel iba y venía por distintos países, buscando concertar a los exiliados, y mantener vivos los vínculos entre los miembros de su partido, el MAPU, un desprendimiento de la juventud del Partido Demócrata Cristiano hacia la izquierda sellado en 1969. Por esos afanes suyos aparecía en Berlín para desaparecer a los pocos días, y como para entonces se había fincado en Ámsterdam, lo llamábamos el holandés errante. Tenemos la misma edad, porque nacimos ambos en 1942, y por allí comienzan nuestras afinidades.

Ahora, a los cincuenta años del golpe, que sacudió su vida y la de tantos chilenos, y sacudió a quienes queríamos un destino distinto para América Latina, y veíamos frustrarse el arduo milagro de un socialismo fruto de los votos, Galaxia Gutenberg publica una novela de Ariel que bien podemos llamar conmemorativa, Allende y el museo del suicidio, con el subtítulo “una historia de amor y muerte”, que no sé si es agregado de la propia editorial.

Esta novela tiene como eje una invención muy novelesca, valga la redundancia, un extraño personaje, ubicuo y misterioso, Joseph Hortha, un tycoon de los de Wall Street dueño de una gran fortuna, que se propone abrir en Estados Unidos un gran museo dedicado a los suicidas famosos de la historia, y quiere que la última de las salas, con las que se cierra la visita, esté dedicada a Salvador Allende. Pero primero es necesario determinar si realmente se suicidó en el Palacio de La Moneda, o fue muerto por los militares que perpetraron el asalto.

Hortha encarga la tarea de investigación de los hechos al propio Ariel, que en la novela entra en carne y hueso, bajo su propio nombre, lo mismo que entra su esposa Angélica, a quien toca cumplir también un papel no menos novelesco. Y es aquí donde se abre un relato paralelo. Una galería donde, al recorrerla, las puertas se abren constantemente de la realidad hacia la ficción. El autor nos va contando su propia historia, y al mismo tiempo la historia de Chile en tiempos convulsos en que dominan la ansiedad y los sueños por construir un país distinto, y por crear la alterativa política que llevaría por fin al triunfo de Allende a la cabeza de la Unidad Popular; y, de por medio, las dilucidaciones tan tirantes, y a veces amargas, entre los jóvenes a la hora de escoger los caminos, lucha electoral, o lucha armada.

La tensión del relato se establece entre Joseph Hortha y Ariel Dorfman, ambos como personajes. Ahora sabemos que Salvador Allende realmente se suicidó, porque así se ha comprobado mediante los estudios forenses, contrario a la versión que entonces se difundió, a partir del discurso de Fidel Castro del 28 de septiembre de 1973 en la Plaza de la Revolución, en La Habana, donde daba por verdadero que el presidente había muerto combatiendo con el fusil que él mismo le había obsequiado. Para la izquierda revolucionaria este era entonces un asunto ontológico, muerte en combate, o suicidio. Y el suicidio no era heroico.

Pero esa verdad no estaba entonces determinada, y queda fuera de la novela, que de todas maneras precisa de la duda acerca del hecho para que pueda progresar, porque su dinámica depende las indagaciones que Ariel, el personaje, debe hacer por cuenta de Hortha, su personaje. Y de eso se trata, de una novela que gana su impulso al convertirse en un thriller en el que hay testigos duales, otros huidizos, y todo debe construirse a través de una trama indagatoria que nos permite ir conociendo los entretelones de la historia real, con todos los elementos que conducen al golpe de estado, y nos introduce en las interioridades de la vida del propio Allende, en el drama que es su caída, y en la tragedia que sobreviene, asesinados, desaparecidos, exiliados.

Una novela que es también una elegía que en su treno doliente, y nostálgico, exalta la figura de Allende como héroe moral de una generación, y que es, sobre todo, el héroe de Ariel Dorfman, el “Chicho” de los humildes y desposeídos, el médico humanista convertido en político que creyó posible la transformación social de su país por medio de los instrumentos democráticos, y dentro del marco de la constitución; un ideal que los halcones  del gobierno de Nixon, el doctor Kissinger a la cabeza, estaban lejos de compartir, como tampoco lo compartían ni Pinochet ni la cúpula militar de Chile, ni la derecha recalcitrante que incitó abiertamente el golpe, en un país donde, medio siglo después, la polarización de entonces parece hoy más exacerbada.

Esta es una novela de múltiples caminos que se cruzan y entrecruzan, y donde el lector sube y baja por distintos pisos, entrando y saliendo de los diversos planos que abre, historia patria, autobiografía, testimonio, crónica, relato periodístico, relato policiaco, todo lo cual, visto de conjunto, viene a ser la novela en el mejor sentido cervantino. Allende y el museo del suicidio es el todo y es todo, un artefacto imaginativo para entender las ocurrencias de la historia, y aprender a leer la realidad a través de la ficción.

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