El mundo democrático, no me refiero al otro, ha mostrado su estupor ante la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela que le dio la razón al Consejo Supremo Electoral, ente que proclamó a Nicolas Maduro como presidente electo, contrariando la veracidad de las actas mostradas por la oposición ganadora con Edmundo González Urrutia. El triunfo de la tarjeta de la Mesa de la Unidad Democrática con millones de votos, lo hemos visto cantado en varias mesas y centros y corroborado por testigos y miembros de mesa de todo el país, incluidos los del partido de gobierno, así como por miembros de la Fuerza Armada con su Plan República. Evidencias de ese triunfo opositor sobran.
La respuesta a la derrota ha sido más persecución, más violencia politica, muertos por encima de la veintena, presos por encima de los 2.000, incluidos adolescentes por encima de la centena. Extraña forma de celebrar un supuesto triunfo. Nada gracil, por cierto.
El mundo alarmado por la judicialización de las elecciones en nuestro país no ha dejado de manifestarse. Antonio Guterres desde la ONU exige actas, transparencia y el cese del atropello a los derechos humanos, como es lógico. Igualmente, se ha cerrado al reconocimiento la Unión Europea. Más contundentes han sido el presidente Boric en Chile, o las posiciones de Honduras, Argentina, Paraguay o Uruguay, esas que los venezolanos nunca tendremos forma de agradecer. Principistas como han sido estos honrosos presidentes latinoamericanos, no se dejan confundir. La intención del régimen del candidato derrotado de dividir la cuestión en una confrontación de izquierda y derecha choca con las declaraciones chilena y española. Todavía España solicita las pruebas en acta. Chile ya habla de dictadura abierta y robo de la elección, sin ambages.
Al momento de redactar este artículo no se ha conocido la posición de Lula ni la de Petro, quienes anunciaban un comunicado conjunto sobre la situación planteada en su vecina ¿República? Pero resulta inocultable el estremecimiento mundial con lo acaecido más recientemente en Venezuela. Porque la afectación no es sólo hondamente política, con posibles repercusiones en las venideras elecciones latinoamericanas, sino también económica y demográfica.
¿Vendrán más sanciones? ¿Se profundizará el indeseable aislamiento del país? ¿Se incrementarán los también indeseables refugios de venezolanos en el mundo; la estampida que pasa de 8 millones, se abultará? ¿No habrá incidencia económica de esa huida entre los vecinos y lejanos? Todos son temas preocupantes para la región latinoamericana tanto como para el resto del mundo que podría darle acogida a nuestros coterráneos. Venezuela es hoy en día un problema mundial grave.
Obviamente, el movimiento contrario a las elecciones no estorba los deseos de países como Rusia, China, o Cuba, o Nicaragua o Corea del Norte. Allá la democracia es un concepto maleable a los designios de sus gobernantes, en los casos en los que ese concepto tenga algún significado que cobije su significante.
Mientras el mundo se manifiesta con alguna lentitud retórica, el régimen amenaza con más persecución, insulta al candidato ganador con más denuedo e incrementa el miedo como arma para contener los reclamos de transparencia y aceptación de la derrota a lo interno. El Congreso de Estados Unidos, sin embargo, se mueve en una orientación más pragmática que todos debemos seguir muy de cerca. Porque falta mucho más pragmatismo, más acciones que permitan el reconocimiento de la verdad. ¿Llegará ese reconocimiento? Es lo que todos los demócratas del mundo debemos alentar por todos lados. Ah, pues.
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