Había una vez un hombre que se alimentaba de los cuentos, como yo. Comía cuentos y comía cuentos ¡cuántos cuentos le gustaban! Era un comedor de cuentos. Le fascinaban.
Le apetecía todo tipo de textos: ensayos y biografías, fábulas, leyendas, mitos, relatos, novelas, poesías rimadas y arrimadas, trabalenguas y otros juegos de palabras. Los textos dramáticos eran favoritos ¡La prensa no se la perdía! ¡Era su diaria comida!
Los cuentos contados por los trovadores, los cachos que echaban las cacheras, las largas reláficas de camino, las citas y hasta las confidencias de noviale producían un éxtasis que iba del cielo de la boca en la pronunciación de cada sílaba, pasando por el cielo de las neuronas del cielo del cerebro y del cielo del corazón del cielo por donde comenzó a elevarse.Tal era su deleite.
Al tiempo, se fue quedando flaco de tanto cuento y así, así, así se fue perdiendo en las alturas… Como este texto que se está perdiendo, que se va a perder, que se pierde porque me lo voy a comer.