Cuando la Asociación Internacional de Críticos de Arte me pidió que celebrara sus primeros cincuenta años dije, entre otras cosas, que fui amigo de Juan Liscano y él me dijo una vez (y no volvió nunca más a decirlo) que la burguesía venezolana no lee. ¡Viaja y se informa! Nombra a Haydn y a Mozart, no logra reconocer ninguna de las sonatas de sus obras pero al menos sabe que compuso Cosi fan tutee y Don Giovanni, conoce personalmente a los pintores venezolanos y extranjeros y seguramente les ha comprado algún cuadro pero solo tienen eso: un barniz cultural.
Yo no soy tan culto pero sé reconocer una sonata de Mozart y me deleita la voz de Kiri Te Kanawa. Lo que tengo es edad para haber navegado junto al caudaloso río de la cultura y haber tenido la suerte de escuchar que detrás de la montaña de Sainte Victoire tantas veces pintada por Cezanne o de sus jugadores de cartas acechaba el cubismo; escuché a Magritte decir que una pipa pintada por él no es una pipa y a Picasso confesar que a los doce años sabía dibujar como Rafael, pero necesitó toda una vida para aprender a pintar como un niño y conocí a los Disidentes y nos negamos Perán Erminy y yo, en París, a integrar una estúpida comisión que iría donde Fernand Léger a decirle que no enviara el mural que vive en el patio techado del Aula Magna ni el vitral que ilumina la Biblioteca de la Universidad Central porque era comprometerse con un dictador llamado Pérez Jiménez. Un disparate de aquellos jóvenes venezolanos que jugaban a ser revolucionarios manejando torpemente una célula comunista.
He logrado desterrar las ideologías que estuvieron maltratando o entorpeciendo la fluidez de mi propio pensamiento y es por eso que camino, a mis noventa años dispuesto a vencer la distancia que me separa, en apariencia, de nuevos horizontes y derrotar los despropósitos políticos que me abruman.
De manera que yo vi nacer los museos, vi florecer las galerías de arte; presenciar cómo en el mundo y en la propia Venezuela el arte explotó y se avivó un pluralismo que se hizo un todo de tendencias, formas, técnicas cada vez mas personales y comenzaron a convivir la pintura, el dibujo, las instalaciones, la arquitectura, los conceptos, la fotografía, las artes gráficas como si se desvanecieran las antiguas fronteras, como si no existieran límites. Aparecieron en el panorama de las artes plásticas nuevos imaginarios, las artes visuales se hicieron democráticas y proliferaron nombres que por espacio o deferencia no puedo mencionar porque el apellido de todos estos artistas, al igual que el apellido de Lucifer, es Legión. Ellos fueron afirmándose en obras de importancia que comenzamos a reconocer en los museos y en galerías como la Durbán, por ejemplo, la galería de César Segnini fallecido recientemente en Miami. Fue entonces cuando escuché decir que el arte era un ¡Sálvese quien pueda¡ Porque el arte, quiero decir los artistas plásticos aceptaron no ser convencionales; el arte se hizo acción, performance, no le dio vergüenza ser conceptual o experimental, abstracto o figurativo.
Soy poco versado en el asunto, pero descubrí por mi propia cuenta, no me lo dijeron, que el arte es una gran mentira, pero esa portentosa mentira es mi propia verdad y esta verdad es la única arma que poseo, es el poder que me defiende del desamor y de la injusticia, de la autocracia y del despotismo.
Puedo afirmar, dije en aquella ocasión, que soy un ser privilegiado. Un venezolano de privilegio. Durante largos años dirigí para bien o para mal la Cinemateca Nacional y navegué y sigo navegando en el cine; durante cincuenta años me encendí de amor por Belén Lobo, la bailarina que vio nacer en Venezuela el ballet y la danza moderna porque también el ballet nació con ella y con la Compañía de Ballet Nena Coronil; y me atrapó el conocimiento y la belleza gestual del port de bras y la perfección de la promenade e hice míos los nombres de Marius Petipa, Serguei Diaguilev, Martha Graham, Merce Cunningham y con ellos los nombres de la orquesta Casino de la Playa, Billo Frómeta, Frederic Chopin, Armando Manzanero, Arnold Shoenberg, Alban Berg, Krzysztof Penderecki, y entre nosotros a Zhandra Rodriguez, a Sonia Sanoja, a Vicente Nebreda y músicos como Antonio Estévez, Rhazés Hernández López, Diógenes Rivas.
Reconoceré a un intelectual venezolano el día que me diga que en su formación cultural están Oscar D’León y su salsa mayor, Arthur Rimbaud, Marcel Proust, Federico Fellini, Samuel Beckett. Richard Wagner y las pendejadas que hablan las tías solteronas.
Junto con Adriano González León, Salvador Garmendia, Guillermo Sucre, Perán Erminy y Elisa Lerner estuve en el Grupo Sardio que renovó la literatura venezolana y luego participé activamente en el Techo de la Ballena, un tardío dadaísmo que sacudió la apacible floresta cultural venezolana y le dio categoría de arte a la necrofilia con la célebre exposición de Carlos Contramaestre. Eran vísceras de res mal tratadas pero convertidas en obras de arte que Contramaestre expuso un domingo en el garaje de una casita en Sabana Grande. Yo estaba el martes a las 10:00 de la mañana cuidando la exposición y vi que la materia de aquellos cuadros comenzaba a moverse y me dije, emocionado, que el arte tiene vida. Me acerqué y vi que se trataba de gusanos que emergían de aquellas vísceras mal tratadas. Fue un escándalo, la sanidad clausuró la exposición y los cuadros fueron decomisados.
Pero los gusanos eran gusanos del arte, no eran los «gusanos», los «marielitos» que expulsaba la agusanada Revolución cubana.
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