En su informe de gobierno/autopanegírico extraño, López Obrador, lógicamente, dejó por completo a un lado la política exterior y la relación con el mundo. Son temas que no le interesan. De haberle preguntado a Ebrard qué podía decir, tal vez este, en un arrebato de autonomía, le hubiera podido plantear la posibilidad de discutir un tema central en lo que México está viviendo hoy con Estados Unidos. Se trata de la disyuntiva de tratar por separado, o en paquete, los diversos ítems del nexo bilateral. Sueño, obviamente, con otro país, con otro momento, con otro gobierno.
En días y semanas recientes, se ha planteado tanto en círculos oficiales como opositores y de la comentocracia, una especie de ciega fascinación por la idea de la separación radical de temas. En particular, se ha sugerido que Trump viola algún tipo de norma o axioma de las relaciones internacionales, y del comercio en particular, al juntar dos temas que supuestamente no deben nunca unirse: aranceles y migración. Se afirma, como si se tratara de un dogma, que eso no se debe hacer, que México y la gente de bien no lo hacen, y que se trata de una maldad más del presidente vecino.
Entiendo que mucha gente bien intencionada caiga en el simplismo o ignorancia que lleva al gobierno a sostener estas tesis. No por ello dejan de ser falsas, en México, y en el mundo. Veamos los dos ámbitos.
En México, como lo recordaba aquí hace un año y medio, la discusión se remonta por lo menos a los años ochenta, si no es que antes. Fernando Solana en particular insistió siempre en la necesidad de mantener la separación o compartimentación de los temas, para que ninguno contaminara a otro. En particular, hacía hincapié en el imperativo de aislar lo más posible los asuntos de comercio –en esa época la negociación del TLCAN– de los del narco, migración, la ONU, etc.
Otros pensaban –pensamos– desde entonces o mucho antes, que al contrario. México debe hacer exactamente lo que ha hecho Trump: utilizar correlaciones de fuerza favorables en un ámbito para lograr resultados en otros donde dicha correlación no nos es tan ventajosa. No solo eso: las mismas negociaciones comerciales deben incluir, decíamos varios, temas migratorios, de derechos humanos, laborales, ambientales y hasta de defensa de la democracia. En aquel tiempo, los partidarios del paquete perdimos la batalla. A partir de entonces las hemos ido ganando.
Cuando Trump toma posesión en 2017, el propio gobierno de Peña Nieto adopta un nuevo enfoque, que denominó integral, según el cual “todo está en todo” y que no se debe separar un tema –por ejemplo, comercio– de otros, por ejemplo, seguridad, migración, drogas, etc. Se subrayó en repetidas ocasiones que a partir de la llegada de Trump este sería el nuevo enfoque mexicano. No resultó así, por lo menos del lado mexicano, aunque sí por parte de Trump. Debió haberlo sido; muchos propusimos desde entonces que usáramos nuestras cartas fuertes –migración, seguridad, drogas– para lograr mejores desenlaces en donde carecíamos de muchas fichas, sobre todo en comercio.
Lo que ignoran muchos que hoy, con buena o mala fe, suscriben las posturas “compartimentalistas” es que las contrarias son mucho más típicas en el mundo. El Tratado de Roma de 1958, que crea el mercado común, incluye, desde luego, la libre circulación del trabajo; Mercosur también. Todos los acuerdos comerciales con la Unión Europea hoy –el de México por supuesto–encierran cláusulas democráticas y de derechos humanos. Todos los FTA con Estados Unidos comprenden capítulos laborales y ambientales. La negociación de Turquía con la UE abarcó toda una gama de temas, mezclando peras con manzanas. Solo en la imaginación de la 4T y de los expertos en comercio internacional existe la idea de que eso “no se hace”.
Nosotros, en lugar de haber recurrido a este esquema, dejamos que Trump se nos adelantara. Ahora pagamos el costo. Nos doblegó por completo gracias a un simple ardid: si no me das lo que quiero en materia migratoria, te castigo en materia comercial. Lo volverá a hacer; nosotros, no.