Quien esto escribe ha sido entusiasta admirador y defensor del papa Francisco desde su elección en marzo de 2013 hasta hace poco tiempo. Ese sentimiento está sufriendo algunas grietas que al parecer muchos comparten.
El inicio del Papado del hasta entonces cardenal Bergoglio se constituyó en un evento de gran impacto no solo para el catolicismo universal sino también para militantes de otras religiones, cristianas o no, que compartían la visión de que era necesario un “aggioramento” en la cátedra de San Pedro que venía transitando un preocupante letargo después del fallecimiento de Juan Pablo II -hoy santo- y su sucesión por Joseph Ratzinger, cuyas credenciales de destacado teólogo eran y son indiscutibles pero no parecían -ni parecen- ser las que precisa una Iglesia que por todos los flancos viene sufriendo justificadas críticas por su falta de cercanía con los fieles, los escándalos generados por reprobables conductas de algunos sacerdotes -incluyendo algún cardenal- los pocos transparentes manejos de sus finanzas, etc.
Así como Ratzinger representaba el anticarisma, Bergoglio inauguró su gestión arropado por su simpatía personal, cercanía humana, sencillez, austeridad y su condición de latinoamericano y jesuita que le conferían una mayor posibilidad de entender la preocupación diaria de los seres humanos -católicos o no- que en proporción mayoritaria habitan el “tercer mundo”.
Anécdotas como aquella según la cual Francisco, al ser elegido Papa, avisó al que le llevaba el periódico a su casa en Buenos Aires para que no continuara y cobrara lo adeudado, sus zapatos viejos, su maletín deteriorado y el austero gesto de establecer su residencia en un modesto apartamento en el Vaticano sumaron al entusiasmo inicial que rápidamente resultó en comentarios elogiosos que contribuyeron a restablecer parcialmente el prestigio de la Iglesia Católica dentro y fuera de su seno.
En lo local Francisco, desde que era arzobispo de Buenos Aires, había cultivado su imagen de sencillez, viajar en metro, visitar parroquias en zonas carenciadas, etc. En lo sustancial a muchos -incluyendo a este escribidor- causó complacencia su comprensión (no confundir con aceptación) hacia la diversidad sexual, hacia la opción militantemente progresista de la doctrina social de la Iglesia, su comprobada voluntad de diálogo con otros sectores cristianos y de otros caminos, etc.
Todo iba bien hasta cuando llegó el momento de definir posiciones o preferencias políticas en su Argentina natal u otras latitudes. Francisco tuvo la amplitud de recibir sonrientemente en varias audiencias a Cristina Kirchner, quien antes, como presidente, le había hecho múltiples desprecios y malacrianzas. Por el contrario, mostró gesto adusto ante el presidente Macri, de su país de origen, a quien no le regaló ni una sonrisa en la audiencia que tuvieron. Lo mismo hizo pronunciándose a favor de quienes en Argentina y otras partes optaban por expresar sus disconformidades en la política abrazando doctrinas y comportamientos ajenos al compromiso eclesial. Ya en el marco del drama venezolano, si bien facilitó el inicio de algunas gestiones de acercamiento al diálogo, cada vez más y más se ha visto su escaso entusiasmo por la causa democrática manifestado en su poca o ninguna alusión al drama humano de nuestra patria.
Entendemos el hecho de que al Papa, siendo hombre de raíz latinoamericana, eso no lo sustrae de su papel esencial de ser pastor universal lo cual en ocasiones lo puede colocar en situaciones incómodas en los panoramas políticos de la región. Imaginamos que Juan Pablo II no haya sido personaje favorito del comunismo polaco ni mundial cuando asumió la postura militante -y finalmente exitosa- de promover el desalojo de esa ideología cuyo ejercicio se había convertido en el opuesto a la libertad, la dignidad y la calidad de vida del hombre. La acción del hoy santo pareció cambiar al mundo a partir de la caída del Muro de Berlín y del comunismo en la Unión Soviética y sus zonas de dominación.
Pero pasando a lo actual, nos enteramos por todos los medios de que el Papa, sucesor del apóstol Pedro, cabeza de la Iglesia Católica universal, ha declarado que ha mantenido y mantiene una “muy buena relación humana” nada menos que con Raúl Castro. Tal afirmación no tiene otro calificativo que el de escandalosa toda vez que el recipiente de tan generoso elogio es nada más ni nada menos que la antítesis de todos los valores que el mismísimo Jesús nos enseñó y que la mismísima Iglesia Católica promueve como su razón de ser. Según Francisco es posible estar en desacuerdo con los crímenes del comunismo cubano y al mismo tiempo tener una “relación humana” con quien los perpetra. Se pudiera entonces postular que Hitler o Stalin, máximos verdugos de la historia de la humanidad, hubiesen podido pasar por el Vaticano, sin arrepentimiento alguno, a beber un café con el entonces titular de la Iglesia Católica (Pío XII) no para negociar una tregua o suspensión de sus horrores sino a título de “panas”.
Santo Padre, en mi condición de anónimo católico, parte de un colectivo de 1.500 millones de fieles, le pido respetuosamente que se encomiende al Espíritu Santo, a quien usted seguramente puede contactar por llamada local, para ver si no sería bueno que en un acto de modesta rectificación pudiera en algo aclarar la muy poco feliz afirmación que aquí se comenta.
@apsalgueiro1