El cine de horror en su vertiente clásica es ante todo una trama de soledad. Apela al terror ancestral de encontrarse solo frente a lo desconocido, frente al otro, sin poder apelar a la ayuda o la solidaridad de sus semejantes. El miedo es, si se quiere, un derivado de esta soledad, en especial porque esta soledad apunta al más allá.
(Si a comparar géneros vamos un vaquero frente a unos cuatreros también está solo pero comparte con sus enemigos su condición humana, un grupo de soldados está unido por su espíritu de cuerpo, que lo separa de otros de distinto ropaje). El paradigma se vino a romper después de Hiroshima, cuando el hombre tomó consciencia de su capacidad de destruir el planeta.
Su responsable inicial fue Richard Matheson, un prolífico escritor de novelas, cuentos y series de televisión con una obra de 1954 llamada Soy leyenda. La misma sería llevada al cine sin mayor interés y con muy bajo presupuesto con el siempre creíble Vincent Price en el casi único rol principal. La trama proponía a uno de los últimos seres humanos abandonado a su suerte en la Tierra, luego de una pandemia que había acabado con la vida. El elemento sobrecogedor es que había dejado intactos el paisaje urbano. El giro era importante y sus dos remakes (The omega man en 1971 con Charlton Heston y Soy leyenda en 2007 con Will Smith) acentuaban esta pátina de nostalgia anticipada.
La clave del virtual subgénero está en este oxímoron. A partir de ese vistazo al apocalipsis que fueron Hiroshima y Nagasaki, se abre una nueva dimensión del horror, ahora casado con la ciencia ficción. Pero esta ficción, y de ahí el miedo, roza lo verosímil. El género volvía a sus fuentes. De nuevo el hombre, esta vez el último de su especie, se encontraba frente a lo desconocido. En este caso una nueva raza de zombies posterior a los humanos. Pero esa dimensión de los nuevos monstruos era una secreción de él mismo. Con un elemento, ese sí novedoso: la culpa de la especie que por ponerse a jugar con la ciencia había provocado el final.
Este elemento volvería en dos filmes que el covid-19 ha vuelto a traer a la memoria. Epidemia en 1995 había sido dirigida por el alemán Wolfgang Petersen, llevaba al fondo la premisa de la culpa. Proponía un virus mortífero que un científico militar pretendía acabar haciendo volar el pueblo africano donde había aparecido. Era una idea obviamente militar. Por suerte para la trama, el virus reaparecía treinta años después en un monito que cumplía la pesadilla de
Trump y de la mano de un traficante de animales desembarcaba en Estados Unidos. Por suerte para la especie, un grupo de biólogos (estos sí, civiles) le salía al cruce y desactivaban el peligro. La película era entretenida, pero su subtexto la hacía interesante. Era el progreso, la crueldad y la ambición que se combinaban en una aleación que cristalizaba en la enfermedad.
Mucho más explícita por globalizada era en 2011 Contagio, del siempre apresurado Steve Soderbergh, que combinaba varias historias de víctimas, médicos, teóricos conspirativos y funcionarios gubernamentales amparados por un elenco de famosos y la entonces reciente crisis de la gripe aviar. De nuevo el fenómeno central era la fragilidad de la especie, ahora exacerbada por la globalización. La culpa subía un peldaño y ya no dependía de decisiones militares o empresariales, sino que recaía en un fenómeno abstracto, inmanejable y que llevaba en sí su propia dinámica.
La conclusión, provisoria, de todos estos ejemplos ficcionales no está en una progresión del género, sino en una conclusión que irónicamente no es de ficción sino que es documental y no pasa por los cines sino por esa plataforma de la globalización que se llama Netflix. Su título es Pandemia y la segunda ironía es que, a pesar de su oportuna aparición o tal vez por ella misma, decepciona mucho.
Probablemente porque sus seis capítulos son demasiado abarcadores y diversos para ser precisos. Probablemente también, y esto sí ya es materia de miedo, porque el mal que nos aqueja sigue perteneciendo a un mundo aún imaginario que finalmente nos ha alcanzado. Y por eso se codea mejor con las obras de ficción que con los documentales que pretenden reflejarlo.
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