¡Ábrete, sésamo! ¡Abracadabra, pata de cabra!… ¡Sin sin salabin!… ¡Samba cutiricutamba lavativa cumba-cumba, cutiri cutá!… Tiru-liru… Tiru-liru… ¡Abrapalabra! Son muchas, muchas y muchas las palabras mágicas… Estas son algunas de las que recuerdo haber aprendido desde niño en el camino del tiempo y a las que todavía apelo cuando el asunto lo amerita.
La abuela Cruz nos contaba el cuento de «Alí Babá y los cuarenta ladrones” y abría los ojos grandotes al decir: ¡Ábrete, sésamo! para que los ladrones despejaran la cueva ¡y además se ayudaba diciendo en su afán!: ¡Abracadabra, pata de cabra! que es como después decía uno de sus hijos que había escogido ser cerrajero para ganarse la vida y así terminaba sus pases antes de abrir un candado sin llave…
Sin sin salabin decía uno de niño al esconder algo que no deseaba fuera encontrado, o cuando jugaba al escondite y no quería ser descubierto. Esas palabras todavía me acompañan, aún me ayudan y, a veces, las uso, efectivamente. Como quien reza una oración con la fe íntegra, como quien ora en la mitad del desierto con la certeza del agua y el oasis aparece. Samba cutiricutamba lavativa cumba-cumba, cutiri cutá, es una expresión infalible cuando estamos frente a un problema y lo que deseamos es resolverlo, por supuesto.
Albricias, albricias, albricias… contaba un poeta sevillano que ¡albricias!, gritaba una novia suya cuando llegaba al clímax y que aquello era magia para ella y para los dos. Otra tuvo después quien gritaba: ¡Aleluya! en similares situaciones y aquello también era mágico.
Claro, no basta con las palabras mágicas. Eso ya se sabe. Toca meterle unos elementos secretos más concentración, atención, confianza, esperanza, una buena dosis de optimismo y hasta fe para que se produzca lo que busca el hechizo, el encanto. Seguramente, cada cual aprendió otras y las ha hecho suyas, ojalá ¡Escríbalas! Nunca se sabe cuándo serán necesarias. En todo caso, han estado ahí para echar mano de ellas al momento de conjurar o al momento de deshacer algún maleficio. Como cuando se dice y se marca control Z para que algo se deshaga y se rehaga al escribir en la computadora.
Vista la situación nacional, regional y mundial, hecho este recordatorio de la magia de la palabra, probablemente, a más de uno se le ocurrió soltar las suyas para hacer desaparecer a alguien o a algunos o a algo de una buena vez y para siempre o decirlas duro para romper esta especie de maldición que nos embarga, estas suertes de condenaciones globales como preapocalípticas. ¡Pues, hágalo y grite todo lo que le venga en ganas decir, carajo! Hay quien pensará que puede ser peligroso y no le falta razón. Hay quien cante en un coro y pensará proponerlo para gritarlo en grupo con más brío, a capella, con música y que esas palabras mágicas se conviertan en canciones…. Hay quien seguirá prefiriendo el silencio…. Me gusta saber que las palabras son tan mágicas que pueden hacernos salir de Guatemala para llegar a Guatemejor.
Mi abuelo Manuel Antonio, duende y ebanista, caraqueño de La Pastora, tenía un repertorio de palabras mágicas que empleaba de manera frecuente y le daban muy buenos resultados. Por ejemplo, tenía un delicado tino, una justa medida al servirse el vinagre de manzana y el aceite de oliva sobre la ensalada. Tomaba las frágiles botellas, una primero, otra después y haciendo movimientos circulares sobre el plato, vertía los líquidos en lo que durara decir dos veces la palabra Tiruliru ¡y aquella ensalada sabía a gloria!
Hemos sabido y seguramente hasta llegamos a sentir su eficacia cuando éramos niños, si nos caíamos y nos raspábamos una rodilla y entonces la Mamá o el Papá nos calmaban el llanto sobándonos el golpe mientras decían: Sana, sana, culito de rana. Si no sana hoy, sanará mañana. El querido Abuelo Manuel tenía tres remedios infalibles para caídas, golpes y hasta para quebrantos de gripe. Esos remedios son invisibles, por supuesto. Por eso, ante el enfermo, él se metía las manos en el bolsillo y decía con la seguridad de un cirujano: Vamos a ponerle un poquito de saransurí… Si no se cura, le ponemos un poquito de abromellarda ¡y si el quebranto continúa, le ponemos un poquito de cosimagüen para que este conchorrito se ponga sano! Conchorrito o conchorrita, palabras mágicas también, eran propias de su invención y era una de las tantas maneras que inventaba para llamarnos a las nietas y a los nietos. Por supuesto, uno se olvidaba de llanto y de dolor al segundo y se iba a jugar al patio, a seguir meneando las ramas del mango. Saransurí, abromellarda y cosimagüen, por supuesto, tenían y siguen teniendo múltiples usos.
El maravilloso autor guatemalteco Augusto Monterroso escribió un libro magnífico titulado La palabra mágica en el que menciona felizmente a otros tantos colegas. Toca leer este libro para quedarnos con unas dosis generosas de humor y sabiduría propicias para sentir que “es preciso encontrar la palabra mágica para elevar el canto del mundo”, como lo dijo una vez hace un par de siglos o más don Joseph Freiherr Eichendorff para que luego Don Augusto se inspirara y bautizara su libro con ese título.
Ho´oponopono es también palabra mágica proveniente del archipiélago de Hawái y que bien valdría aproximarse a ella para conocer su potencia…. El verbo ayuda y lo ha hecho siempre. La palabra dicha, a viva voz o susurrada, cantada o empleada para versificar con rima, mueve montañas. Muchas veces habremos escuchado: Si lo crees, lo creas… Y es que si lo que crees y lo pones en palabras, entonces lo re-creas, lo moldeas, lo formas, le das vuelta, lo refinas y puedes llegar al punto de hacerlo tangible, de hacer tangible aquello que soñaste y fuiste verbalizando, lo que te permitirá verlo y compartirlo con los demás para que hagan como Santo Tomás.
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