Como si todo esto estuviera pensado para alimentar las tinieblas y para dejar que los miserables dibujen la tristeza, hace tiempo que recibí la historia (tan cierta como veraz) de un hombre que, tras un accidente en Caracas, y casi un mes hospitalizado, pudo por fin regresar a su casa, cuando los apamates habían lanzado a respirar sus flores a toda prisa. Aunque salía de allí con una pierna menos, cicatrices de ballenero en la mejilla derecha y diversas fracturas, la esposa conducía con cuidado y firmeza. Tras varios atascos, entre el tráfico y vendedores ambulantes, más otros que pedían un imposible necesario, él vio de lejos el balcón de su apartamento en la planta catorce. Fue una lástima estacionar y comprobar luego que no había luz, que el ascensor estaba quieto, mortecino, y que le era imposible subir.
Decidieron así dar un paseo por entre la nada y entender el artilugio de la silla de ruedas que le acompañaría el resto de su vida. Una hora después, cuando el calor ya amenazaba las aceras y el asfalto, revisaron su economía y optaron por un restaurante que padecía la misma circunstancia, con la única ventaja de que era una planta baja, a ras de calle, a ras de la vida. Viendo un paisaje y algún lugar que otro, con mutismo, con silencio, en la tarde decidieron visitar a varios amigos, y así, tras varias horas, regresaron a un lugar oscuro, triste, como vencido y devorado, con la intención de aparcar en el garaje para pasar allí la noche, medio acomodados entre asientos con palancas, como Bonnie & Clyde. A cada rato, ella se acercaba a una escalera engrilletada para verificar los sonidos del edificio, a ver si despertaba o se activaba el engranaje de algún ascensor. Subía a tientas las escaleras, revisaba la nevera, preparaba una bolsa con todo lo descompuesto, o ya abatido, bajaba con galletas o con un acalorado refresco. A la mañana siguiente, lo mismo. Estaban varados dentro de su propia vida, de la circunstancia, y de lo incomprensible.
Eligieron luego una zona comercial, se adecentaron lo mejor que pudieron, mientras pasaba otra vez el tiempo, el que tiene el presente y el que se tragó el pasado. Lo único que sí disfrutaron fue de ver a los nietos, dando carreras sobre sus dos pies, intactos. Habían quedado para tomar un helado después de la escuela, y mostrarles la súper silla con dos grandes ruedas, como la Yamaha azul que se encabritó en la curva y lanzó un cuerpo hacia un temible guardamiedos. Pero no dijeron nada. Les envolvía una dignidad suntuosa, una serenidad que estaba por encima de las aplastantes cuestiones cotidianas que nadie, salvo los de allí, podrían entender. Y aún así, tenían suerte, no debían quejarse; podían y habían aprendido a resistir. Desarrollaron la capacidad de caminar por ese vacío, de sobrevivir y a la vez observar con calma los preparativos de las elecciones de ese fin de semana.
Se oía decir, por muchas zonas, que lo que imperaba era la oscuridad total. Que la No candidata a las elecciones, inhabilitaba para transitar la vida (y su compañero de ruta, EGU), llegaban a zonas apagadas, apartadas y remotas, y que era recibida con la naturalidad de quien, para avanzar, no cruzaba el aire, como en cualquier otra parte del mundo, sino que debía morderlo primero. Como era ya de noche, para hacerla nítida, a la No candidata, y poder verla, cada uno de los asistentes al mitin prendía su celular, proyectaba la luz propia hacia ella, haciendo de su presencia una especie de ascensor fulgurante. El sonido de la voz, así iluminado, llegaba lejos. Muy lejos.
El concepto de libertad se convirtió en tener una horas de luz, en refrescarse un poco, en ver brotar el agua sin el alboroto de prisas con carreras para almacenarla. Unos voceros aturdían con la pretensión impuesta de estar iluminando el país, mientras cortaban el suministro de luz, pues su claridad cegadora era suficiente para vivir e incuestionable para razonar; lanzaban el eco antes que la voz, ese eco que tienen las rejas, las habitaciones vacías o vaciadas, o los agazapados garajes que deciden aguantar.
Es posible que ambos sigan rodando por ahí, buscando llenar el depósito de combustible en una larga fila de otros en la misma situación, o que consiguieran subir al apartamento de la planta catorce, cerca de La Carlota. Quién podría saberlo. Es todo tan incierto y a la vez tan cierto, como que afrontaron votar al día siguiente, aunque el centro electoral padeciera de la misma ausencia de «fluido eléctrico», siendo informados, una hora antes del cierre, de la habilitación de otro centro al extremo opuesto de la ciudad.
Ocurrió y ocurre así, en cada proceso, minuto y avance.
Ahora no es sencillo ni práctico adelantarse al después, pues lo importante en verdad ya ha sucedido. No se puede empujar el tiempo que necesitan los seres para avanzar, ni cabe apresurarse. Tampoco deben hacerse preguntas cuyas respuestas pueden poner en peligro la vida de los demás. Así que, aunque las calles pierdan el asfalto, y las tuberías el agua, el ascensor no progrese, los muelles no tengan ni pesca ni barcos, los aeropuertos decidan quién entra y quién sale, quién avanza y a quién le siegan la vida (ya que no hay más cosecha que esa), se necesita entender que el enemigo está con su soflama y sus bufidos, armando y rearmando lo de siempre: su continuidad a cualquier precio, usando y abusando del miedo hueco, todo eco.
Lo peor de ese sistema es de sobra conocido, los mensajes han sido descifrados con la ingeniería de la anticipación, el enigma de cómo actúa y funciona lo brutal está resuelto… Así que es necesario resistir lo suficiente como para que un día, inmediato o próximo, ni allí ni en ninguna otra parte del mundo alguien quede varado por decreto en la acera de la vida, que nadie sea asediado, detenido, desparecido o torturado en esa claridad cegadora (que tantos defienden en cómoda complicidad), eso tan avisado y transitado generación tras generación, desde muy atrás en el tiempo. Que nadie sea aparcado ni lastimado dentro del ruido del silencio, sin respuesta y sin futuro. De eso se trata, tan solo. De algo de luz y de un poco de agua; aunque solo sirvan para recobrar el sencillo derecho de pasear junto a la sed.