Novelista, cuentista, ensayista e historiador, Ramón Díaz Sánchez (1903-1968) fue individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Le correspondió el sillón letra U, que ocupó por primera vez. En muchas de sus obras, tanto de ficción como analíticas, se planteó el problema de la comprensión de la cultura, la historia y la sociedad venezolanas. Así lo hizo desde Mene, su primera novela sobre el petróleo (publicada en 1936, pero escrita unos años antes), sus cuentos iniciales y sus ensayos Transición política y realidad en Venezuela y Ámbito y acento para una teoría de la venezolanidad hasta sus últimos trabajos.
Fue un testigo y analista privilegiado de la evolución socioeconómica y cultural del país en la primera mitad del siglo XX. Tuvo el acierto de enmarcar en el contexto mundial los cambios ocurridos para poder explicárselos y explicarlos a sus contemporáneos. En su libro Paisaje histórico de la cultura venezolana (Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Col. Biblioteca de América, Libros del Tiempo Nuevo, Nº 38, 1965) asienta que “Venezuela, igual que las otras naciones del mundo, gira hoy en torno a una escala de valores completamente distinta a la que rigió hasta hace media centuria las nociones de la cultura” (p. 107). Díaz Sánchez escribe este texto cuando finalizaba la posguerra y en plena Guerra Fría. Azotada la humanidad por el recuerdo ignominioso de las Guerras Mundiales y la carga de odios sociales que mostró dolorosamente el nazismo, en el albor de esa década de 1960 que legó decisivas transformaciones, todavía las esperanzas en una posible civilización de alta tecnología que pudiera resolver los grandes problemas socioeconómicos no había entrado en una fase de mera ilusión. No había devenido en la utopía científico-tecnológica.
Con ese entusiasmo que quizá se respiraba en muchos ambientes intelectuales al percibir que dejaban de sangrar las grandes heridas de la primera mitad del siglo, las terribles huellas de las dos Guerras Mundiales, sus conflictos y absurdas ideas hegemónicas, pero aún con la secuela de dividir el mundo en “buenos” y “malos”, Díaz Sánchez le busca un sentido al quehacer humano. Repensando el concepto de “cultura”, afirma que “Ya no se mueve dentro de una órbita subjetiva –literaria y estética- sino bajo el dominio de ideas que se polarizan en dirección a las ciencias experimentales y a las técnicas respectivas: un dominio que tiene el mismo significados para todas las clases y para todas las posiciones, tanto las de izquierda como las de derecha” (p.107).
Se trataba de una visión idealista de las potencialidades de la ciencia y la tecnología, con independencia de los contextos socioeconómicos e ideológicos. Al asumir la ciencia y la tecnología como la esencia de la “cultura” en oposición a las bellas artes, se reitera una visión reduccionista, que sin embargo el autor ha examinado en el primer capítulo del mismo libro: “El concepto de cultura está, pues, implícito en la naturaleza del hombre como la realidad de su ser y de su existir, desde el momento de su nacimiento hasta el de su muerte. Es sinónimo de su vida y como tal sirve para designar todo lo que se relaciona con ésta; lo que la hace y lo que la deshace, lo que le piensa y cómo la piensa” (pp. 7-8). En esa sección revisa diversos autores como Clyde Kluckhohn, T. S. Elliot, Max Scheller, Leo Frobenius, Gabriel Marcel, Roland Cahen y Carl Gustav Jung que, desde diversas perspectivas, han abordado el tema de la cultura.
En sus reflexiones, Ramón Díaz Sánchez plantea una dicotomía que observaba en la sociedad venezolana de mediados del siglo XX. En el último capítulo, titulado “Siglo XX: una nueva posición ante la cultura”, el autor propone una contraposición entre lo que llama “país vegetal” y “país mineral” (pp. 108-110). Díaz Sánchez tiene clara conciencia del momento específico del devenir histórico venezolano desde el que reflexiona. Estaba caracterizado por la acumulación de cambios sociohistóricos impulsados por el inicio de la actividad petrolera en las primeras décadas del siglo XX y acelerados tras las transformaciones producidas a partir de 1936, después de la muerte del general Juan Vicente Gómez. Era una Venezuela todavía a horcajadas entre el país agrícola y agroproductor y el país ya petrolero y crecientemente influido por los modos de vida de la sociedad industrial. Evito usar los calificativos, aplicables en este caso, de “viejo” y “nuevo” país para no inducir sentidos peyorativos asociados con obsoleto, arcaico y atrasado, en contraste con moderno, actual y adelantado, aunque en parte, y solo en parte sin visiones despreciativas, también pudieran resultar apropiados.
Díaz Sánchez señala: “Como país incompletamente desarrollado, Venezuela presenta en estos momentos una sugestiva duplicidad: hay dos planos de la cultura en las que la historia se parte y desarticula mirando al pasado y al porvenir. Subsisten todavía grandes áreas del territorio de la nación en las que se ve convivir el arado de bueyes con el tractor mecánico, el curandero y el cirujano, el amuleto y la televisión. Esta curiosa duplicidad no es necesario ir a buscarla a regiones lejanas ya que puede palparse en Caracas, ciudad de un millón quinientos mil habitantes, repleta de atracciones cosmopolitas, poblada de rascacielos e hirviente de quimeras civilizadas” (p. 108).
Como parte de su análisis, Díaz Sánchez añade: “De la Venezuela vegetal son esas supervivencias mágicas, esas supersticiones y mitos primarios que pululan alrededor del hombre moderno: los exorcismos, el culto de María Lionza, la milagrosa carroña del doctor José Gregorio Hernández y las hierbas y limaduras que se venden a los devotos en los alrededores de las iglesias. De la mineral el marxismo y su contrapartida el colonialismo capitalista, el abstraccionismo literario y artístico, los rascacielos, los automóviles, el cine, la televisión y la radio, el imperativo publicitario, las nuevas modalidades de la moral colectiva y todos los otros motivos que mantienen en constante fricción a la sociedad con el individuo” (p. 109).
En sus propias palabras, «En Venezuela este contraste de las culturas ha creado la imagen de dos países que se superponen y contradicen en el bastidor de la historia como dos dibujos desenfocados. Uno de estos dibujos es el del país vegetal, el otro el del país mineral. O dicho de otra manera: el de la Venezuela típicamente agraria, predominante hasta el primer cuarto del siglo XX, y el de la Venezuela que desde esa época vive y se agita en torno al petróleo» (p.109).
Para aclarar los calificativos de vegetal y mineral, Díaz Sánchez añade: “Por supuesto que al hablar de un país vegetal y un país mineral solo se ha querido usar dos marbetes convencionales, adecuados al caso venezolano. Pero hay que advertir que este caso no es un fenómeno aislado. Con sus contradicciones de signo histórico, Venezuela navega en la gran corriente del mundo y todo lo que ocurra en su ámbito tiene que ver con el mundo. Por esto debo aclarar que en la enumeración de vicios y de virtudes que inevitablemente hay que hacer en un estudio como el presente, si a una construcción pesimista sino a una objetividad necesaria” (pp. 109-110).
El llamar “vegetal” a los grupos más apegados a los modos de vida rurales y “mineral” al sector social cada vez más grande de los espacios urbanos con modos de vida de la sociedad industrial nos muestra una hipótesis sobre la existencia de dos países: un país rural y un país urbano. En cierto sentido, recuerda la dicotomía planteada unos años antes por Arturo Uslar Pietri al distinguir entre la Venezuela real y la Venezuela ficticia. Parafraseando ambos modelos, podemos entender una oposición entre un país con agudos y graves problemas sociales que debían ser resueltos y otro encandilado por los ingresos y la renta petrolera, el país que prefería invertir en edificios monumentales antes que en proyectos que generaran riqueza que complementase y a futuro incluso sustituyese la del petróleo y que resolvieran situaciones de pobreza y desatención en los servicios básicos (como salud educación, entre otros).
Si bien, la “Venezuela real” y “el país vegetal” no coinciden, como tampoco la “Venezuela ficticia” y el “país mineral”, sino que ambos, superponiéndose y solapándose, coexisten parece interesante la coincidencia de ambos pensadores en la percepción de la diversidad: la Venezuela rural (“el país vegetal”) que dejaba de serlo en virtud de la aceleración del proceso de urbanización (“el país mineral”), el país de grandes carencias (la “Venezuela real”) que ocultaba fácilmente, disimulándola, la fastuosidad de la renta petrolera (la “Venezuela ficticia”).
Estas caracterizaciones, sin embargo, no agotaban ni sintetizaban por sí solas las diferencias de un país, como casi todos los latinoamericanos, con grandes diferencias y contrastes: étnicos, culturales, lingüísticos, fenotípicos, regionales, de estratos y clases sociales. Esas diferencias, sin embargo, quedaban arropadas en una perspectiva sociocultural por las ideas contrapuestas de país vegetal y país mineral y, desde una visión más de carácter político-económico, por las nociones de Venezuela real y Venezuela ficticia.
Resulta interesante la conciencia de la diversidad y, aunque no necesariamente expresada de esta manera por Díaz Sánchez y Uslar Pietri, las contradicciones estructurales de formular una identidad y un proyecto histórico en base a una pretendida unicidad sociocultural e identitaria. La asunción de una falsa unidad e identidad no solo para caracterizar el país sino, como consecuencia de ello, para entenderlo, explicarlo y, sobre esa base, dibujar planes y proyectos debe ser motivo de profunda reflexión para pensar una nueva vieja Venezuela y a los venezolanos (nuevos y a la vez viejos, no por edad individual ni promedio de la población, sino en términos culturales), una nueva vieja Venezuela más inclusiva y, en virtud de ese carácter, sostenible en el tiempo como proyecto histórico de mayor alcance sin esos tropiezos que las visiones y concepciones estrechas terminan generándole a una sociedad.
La idea del “país vegetal” no debe ser vista, en una perspectiva evolutiva unilineal, como un estadio superado por el “país mineral”, así como tampoco en términos denigrantes como cuando Díaz Sánchez se refiere a la pervivencia de ideas de los antepasados que, en su opinión, constituyen rémoras a un pretendido progreso, que podemos entender como convencional y sin identidad: “El alma, la psique de los ancestros, sigue viviendo y creando conflictos que no tendrán solución en tanto que la cultura no cristalice y tome rumbos definitivos” (p. 108). El país que somos encierra profundidades que no son meras sobrevivencias culturales, sino expresiones de racionalidades distintas y coexistentes que deben ser comprendidas.
Para ello es de gran importancia reevaluar el pensamiento de nuestros clásicos, las ideas, aun contradictorias, que propusieron como explicación del país y que han alimentado el imaginario social de lo que fuimos, lo que somos y lo que hemos de ser. En otras palabras, es necesario deslastrar el pensamiento venezolano como una construcción histórica e ideológica y deslastrarnos como ciudadanos y actores sociales de lo que el propio Díaz Sánchez llamó “quimeras civilizadas”.
Volviendo a sus palabras sobre una segunda emancipación, los países latinoamericanos “no pueden dejar de pensar en un venidero día de independencia completa en el que tendrán que buscar en sí mismos, en sus propios valores, la realidad de una cultura genuina, con una economía, un derecho, una educación, un arte y una literatura propios, y, desde luego, con una moral también propia” (pp. 111-[112]).
Sin entendernos, no podremos explicarnos y, sin entendernos y explicarnos, tampoco será factible solucionar nuestros problemas, desequilibrios, exclusiones y pesadillas presentes y futuras con una manera propia y apropiada de hacerlo.
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