De las primarias de 2012, cientos de asesinados, miles de presos políticos y millones de exiliados, a las primarias de 2023.
Han transcurrido 11 años desde la celebración de las elecciones primarias del 12 de febrero de 2012, esas en las que se demostró un perfecto ejercicio de elección de un candidato unitario, competición que tuvo como actores -principales- a varios de los que hoy se presentan como precandidatos para el ejercicio con igual característica de fondo para este 2023 y con miras a 2024. Pero esta vez con mayores cuestionamientos, cuestionamientos a los que lastimosamente tenemos que calificar de obvios, pues la élite política que procura liderar el cambio de gobierno en Venezuela ha sido también encargada de desacreditar las herramientas naturales del juego político en procura de democracia.
Bajo el clima dictatorial que padecemos los venezolanos (dentro y fuera del país), estamos en la más profunda orfandad política por múltiples causas, asumiendo al régimen socialista como una variable independiente en cualquier análisis. La causa comúnmente identificada en la imposibilidad de construir capacidades con miras a lograr el cambio a partir de un escenario electoral, es el descrédito de los actores de oposición, refiriéndome en este aspecto a los liderazgos partidistas, pues sin miedo a sonar excluyente, en Venezuela hoy no existen opciones tangibles distintas a estos, que gocen del rigor estructural, organizativo, y de unificación de factores, hecho necesario para hacer frente a cualquier contienda en el terreno electoral.
El problema fundamentalmente radica en que más allá de poner en flagrancia los flagelos de la dictadura, la oposición venezolana ha servido —hay que decirlo en esta etapa— como apalancamiento de uno de los propósitos esenciales del chavismo. Dicho propósito ha sido, desde el comienzo de este drama, lograr la deconstrucción de las instituciones, fin esencial de cualquier movimiento político de corte populista. Este proceso de deconstrucción pasa por fases como el descrédito y posteriormente la reforma, lo que de manera paulatina conduce a la desconsolidación y desconfianza en el juego democrático.
Incluso los liderazgos identificados como “solventes y coherentes”, que ahora participan también (otra vez) en el proceso de primarias de la oposición, no tienen nada nuevo que ofrecer al país después de 11 años. No hay tesis, ni fórmula diferente a la que había en aquel 2012.
El descrédito de una de las herramientas más importantes para el ejercicio de la democracia (el voto) solamente ha servido para demostrar la implacabilidad del régimen —asesinatos o cárcel— en contra de ciudadanos (jóvenes en su mayoría). Ahora se retoma la senda electoral, pero con un alto nivel de desconfianza, una oposición que recurre al empleo de esta herramienta con aspiraciones de obtener un resultado diferente.
El voto, como ejercicio de movilización, más allá del mero hecho de escogencia per se, en dictadura puede generar cuestionamientos a lo interno del sistema, y desde allí un nuevo punto de partida. Lo crítico de esta consideración es que en medio de las deterioradas condiciones que presenta la oposición, como un archipiélago de inconsistencias entre las que podemos identificar: partidos desgastados, liderazgos deteriorados y liderazgos posicionados positivamente pero sin estructuras partidistas, lo que deviene es lo que puede definirse como la clausura de las alternativas.
Después de 11 años estamos nuevamente ante el mismo escenario, en el que los mismos liderazgos no tienen una mejor oferta para el país y los que desacreditaron el voto piden que les votemos. Es como si la élite política de oposición piensa que el tiempo se detuvo, ante una población que ha evolucionado (aunque a la fuerza). En realidad, ha pasado de todo y no ha ocurrido absolutamente nada, de las primarias de 2012, cientos de asesinados, miles de presos políticos y millones de exiliados, a las elecciones primarias de 2023, el ouroboros engulle su cola.
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