Por supuesto que no puedo saber qué pasará en las decisivas y peleadas elecciones presidenciales en Perú que se realizan este domingo, pero sí que han sido suficientes para producir un trauma contundente en el espíritu de Vargas Llosa que lo ha llevado a apoyar frenéticamente a Keiko Fujimori, princesa indigna de un clan con el que ha mantenido decenios de combate incesante y feroz. Se trata de evitar el advenimiento de un sujeto inclasificable con el que compite y que pudiese convertir su tierra natal en una nueva Venezuela. La vida da sorpresas, como es sabido.
Otro sobresalto grande reciente ha sido el cálido acercamiento y al parecer el pacto político entre Lula, ahora posibilitado de ser candidato presidencial, y el muy honorable Fernando Henrique Cardoso, por tantos reverenciado, ya con lugar en la historia. Estando el orate de Bolsonaro en un deplorable nivel en las encuestas, después de haber colaborado activamente en la muerte de centenares de miles de compatriotas por el coronavirus, no es nada riesgoso pensar que “el hijo de Brasil”, que a decir verdad no poco lustre le dio a su país en su hora, termine en la presidencia. El gigante del sur es la pieza fundamental del subcontinente, nuestro Imperio.
Si pensamos en Bolivia, México, Argentina, Cuba o incluso en el curioso Bukele o ese lumpen pantanoso y fétido que son Nicaragua y la propia Venezuela; y para hablar de potencialidades, ese Chile en proceso constitucional con una derecha minoritaria y un candidato encabezando las encuestas, militante del propio Partido Comunista (sic), o Petro que lidera en las primeras de cambio en los sondeos para las elecciones presidenciales de Colombia y hasta un Uruguay con una izquierda poderosa y diestra, el panorama de nuestra patria grande parece enrojecer aceleradamente y en notables cantidades.
Por supuesto que ese rojo no es ni será homogéneo, ni mucho menos. Habrá diversas tonalidades, pero no es exagerado decir que giramos violentamente hacia la izquierda. Desde la hamponil y desastrosa hasta las dispuestas a respetar las reglas democráticas y buscar alguna racionalidad económica funcional, a lo mejor en los predios de la socialdemocracia.
No es arriesgado decir que dos factores que parecen haber hecho girar la historia de un opuesto al pasado reciente tienen que ver con el fracaso de las políticas liberales, como en buena parte del mundo, que no hicieron sino ensanchar la desigualdad y la pobreza, sobredeterminadas por la pandemia. Igualmente habría que pensar en el crecimiento populista y apolítico con la proliferación de nuevos y poco clasificables engendros políticos. Pero es tema para otra ocasión.
Lo que sí queríamos afirmar es que Venezuela no puede dejar de pensarse en este panorama. Desde su peculiar situación gubernamental de una proclamada izquierda que, a estas alturas, ni siquiera es una retórica y transita un camino despótico, oportunista, delictivo y anarquizante en medio de una tragedia descomunal económica y social, pero que seguramente recibirá ciertos beneficios de la transustanciación. Y de la oposición que tendrá que vérselas con nuevos y distintos retos.
En el caso de la resistencia nacional ha tenido vedado debatir, en nombre de la unidad y mientras la dictadura hacía de las suyas, la ideología de cada quien. Lo que sucede es que si esto va a durar -¿cuánto?- no podremos seguir ignorando lo que nos rodea y va a cambiar en proporciones considerables. No será lo mismo el vínculo con Lula que con Bolsonaro, si fuese el caso. Y así en cada desafío. De manera que tendremos que revisar la política exterior opositora, hacerla más compleja y flexible, si no queremos mermar nuestro entorno solidario. Va a ser inútil apostar siempre a la derecha por el sofisma de que Maduro es de izquierda, lo cual es la peor de las falacias. Por tanto, hay que centrar nuestra mira también hacia Felipe González y el PSOE o Bachelet o F. H. Cardoso o Lagos, por ejemplo, en realidad hacia todos aquellos que más allá de las banderías defienden, aquí y allá, los derechos del hombre y la búsqueda de la justicia y la igualdad. Cuidado si con el mismo Biden hay que matizar. No pagará cierto macartismo opositor, que hay que sacudirse.
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