Por Dayana Rada
“El mayor heroísmo de todos es decir la verdad de sí mismos”
Enrique Bernardo Núñez
En la vida tomamos un sinfín de decisiones, algunas trascienden, otras no. Cuando decidí escribir tuve el norte de hacerlo desde la alegría, el amor y la esperanza con el objeto de dejar un agradable sabor en cada historia. Sin embargo, hoy en mi ciudad natal, mi querida Caracas, capital de la hermosa Venezuela, no encuentro razones para escribir desde emociones positivas, debido a que me embarga una gran impotencia, tristeza y cansancio.
A finales del siglo XX, cuando llegó un hombre escudado en una “revolución bonita” a gobernar Venezuela, no pensé que hoy, veinte años después, estaríamos en un país en quiebra. Unos años antes existían dificultades, como en cualquier nación, una sociedad que sucumbía ante la corrupción administrativa, la falta de compromiso por parte de ex gobernantes que no veían más allá de sus intereses personales y partidistas, además de olvidar a una población de escasos recursos que necesitaba más oportunidades y mejores condiciones de vida.
Esa parte de la población, en su mayoría, fueron los que votaron por aquel supuesto mesías que nos iba a reivindicar, hacernos notar más allá de los días de una campaña electoral para sumar votos, haciendo promesas que el tiempo se encargaba de desvanecer, aunque también existieron hombres y mujeres notables, cultos, profesionales, empresarios de diversas índoles que apoyaron a ese hombre, que resultó ser un ególatra, resentido social, entre otras características. Entonces reflexiono: si las personas importantes y letradas del país creyeron en él, cómo no lo iba a hacer el ciudadano común, el de a pie, el de escasa cultura y conocimientos para establecer analogía y prever lo que podía pasar.
Actualmente, los que no votaron por ese hombre sienten orgullo por no haberlo hecho y quieren culpar a quienes —hago una revelación— sí lo hicimos, por todo lo que vivimos día tras día. Las razones en aquel momento fueron lógicas o válidas tanto para mí como para muchos otros. Firmamos un contrato el 6 de diciembre de 1998 con un socialista y comunista sin leer las letras pequeñas, contrato que aún después de su muerte no hemos logrado romper. No volví a votar por él o por su proyecto de gobierno. Al poco tiempo me di cuenta de que había sido un error y de que todo el bienestar prometido era un engaño premeditado por un autoritario con poder, aunque todavía existen personas que apoyan y seguirán apoyando esa forma de gobernar.
El filósofo y ensayista José Ortega y Gasset, en su libro Meditaciones del Quijote, de 1914, escribió: “Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas, no me salvo yo”. Las circunstancias que hoy envuelven a la mayoría de los venezolanos, independientemente de su ideología política, nivel académico o nivel social, son adversas, y digo mayoría porque siempre existirán personas con dinero y poder para estar bien en el aspecto económico y, si lo están en el aspecto emocional, deben tener una escasa o nula sensibilidad social.
En el año 1997 se estrenó la película venezolana Pandemónium, escrita y dirigida por Román Chalbaud. Fui a verla, para apoyar al cine nacional. Al terminar me pregunté: “¿Por qué poner una Venezuela tan miserable?”. “Mi país no está así”, reflexioné. Lo que yo desconocía era que 22 años después la realidad superó la fantasía que para mí significaba la película en aquel entonces. Pandemónium es la capital del infierno para el escritor inglés John Milton. Caracas, ciudad donde siempre he vivido, pudiera hoy optar fácilmente por ser la capital del infierno y no uno literario como el de Dante Alighieri en su Divina comedia o ser el escenario de la versión siglo XXI de Los miserables de Víctor Hugo, y si me ubico en este lado del mundo, bien podría representar el realismo mágico expuesto en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (llevamos veinte años de revolución y contando). Mis conocimientos no abarcan todos los géneros literarios como para seguir buscando en ellos mayor similitud con lo que seguimos viviendo.
Soy optimista por naturaleza y siempre digo: la esperanza es lo último que se pierde —aunque pensé que la había perdido en los días del apagón nacional—. No sé si fueron mi espíritu, mi esencia, mi alma o mi corazón que se negaron a erradicarla de mi vida, porque a los pocos días ella volvió a mí envuelta en un matiz, aunque ahora de oscura esperanza.
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