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Oscar Arnal y la mentira pulverizada

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Mentir con el empleo descarado de la fuerza, es simple y cobardemente mentir. Además,  el asunto está en que la modalidad no tiene garantía alguna de impunidad.

Dirigente político y amigo de varias décadas, Oscar Arnal acudió a la entrevista pautada por un canal privado de televisión asociado a los intereses gubernamentales. E, inevitable, surgió el tema de las consabidas actas electorales.

El entrevistado respondió rápida, tajante y directamente, tomando los datos suministrados por el entrevistador que no pudo negar el lugar donde sufragó, los resultados arrojados por la mesa correspondiente, y la prontitud de la respuesta que dio la aplicación digital muy antes de ir a la publicidad. Así, quedó pulverizada la mascarada oficialista en un instante revelador, eficazmente pedagógico, e inesperado para los más rigurosos censores.

De un imposible silenciamiento del problema, dio ejemplo el espacio televisivo en cuestión. Un modelo novedoso de dictadura al que le ha faltado nombre, esto es, ciencia social que mejor precise su naturaleza y alcances, queda al descubierto por la espontaneidad, serenidad y habilidad natural de Óscar, militante de la verdad ciudadana.

Cosa de segundos, presumimos la inquietud, nervio e incomodidad propagada detrás de las cámaras, autorizada por las milésimas de perplejidad que dibujó el rostro del periodista quizá esperando el auxilio automático del director de la transmisión.  No cuesta nada imaginar, en tiempo real, el tamaño de la verdad que recorre palmo a palmo, vigorosa y pujante todo el país, desde los más apartados caseríos hasta las más complicadas metrópolis, sobre lo ocurrido el 28 de julio.

A estas alturas del siglo, nos resistimos a las mentiras depredadoras, brutales y ruines del poder establecido que inexorablemente termina mintiéndose a sí mismo. Y es que el obstinado hábito, el de mentir mintiéndose, se convierte en tragedia incluso para los inocentes seguidores que les van quedando, tarifadas sus ilusiones, añadidos los cuadros locales y de todo nivel del oficialismo, tan sabedores de lo acaecido como el que más.

Hubo una mejor administración de la farsa, compleja, sofisticada y hasta seductora que contrasta con la de un presente de absoluta sinceridad y desvergüenza. A la hora de la verdad, antaño, cualquiera de los farsantes podía pasar por inocente; hogaño, lo dudamos.

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