Para el que quiera ahorrarse tiempo, voy a resumir la tesis en la que abundaré: estoy totalmente a favor de que se respete a las personas homosexuales, faltaría más, pero estoy en contra de que se exalte la homosexualidad de manera hiperbólica, dentro de una campaña política de la izquierda que la presenta como si fuese un plus que debe llevarnos a engalanar fachadas de edificios oficiales con banderas de la causa y a fomentarla política, cultural y mediáticamente hasta el empacho. Este sábado me frotaba los ojos al descubrir en el telediario de la televisión pública que la folklórica Lola Flores resulta que ahora es «un ícono gay».
Como ocurre tantas veces, ha operado la ley del péndulo. Hemos pasado de marginar y señalar a los homosexuales, que era algo inaceptable, a la orgullitis de las carrozas, las «carreras de tacones» y el empalago arcoíris por doquier (no se entiende bien, por ejemplo, qué se les pierde en estos temas de preferencias sexuales a empresas dedicadas a vender viajes en avión, o wifi, o mensajería, que se aprestan a lanzar campañas de promoción gay para no ser acusados del gran delito en la orwelliana sociedad sanchista: parecer poco «progresista»).
Estudié desde renacuajo hasta el final del bachillerato con los mismos compañeros de colegio. Cuando todavía vestíamos de pantalón corto ya sabíamos todos perfectamente que en clase había algún compañero de pulsión homosexual. Por lo tanto, desde bien pequeño me di cuenta de que esa era la naturaleza de algunas personas, sin más. También vi cómo a veces se les machacaba por ello (los niños, que son la bendición del mundo en su inocencia, también pueden ser muy crueles). Con todo ello quiero decir que siempre me han molestado las faltas de respeto hacia los homosexuales, y por eso celebro los grandes pasos que se han dado para dejarlas atrás. El papa Francisco ha señalado que deben ser «recibidos y respetados». «Somos todos hijos de Dios y Dios nos quiere como estamos y con la fuerza que luchamos cada uno por nuestra dignidad», ha recordado. Pero idéntica serenidad, la Iglesia ha explicado que no puede aprobar uniones entre parejas homosexuales, porque es algo que no se corresponde con el orden de Dios en la creación, que fue la unión de un hombre y una mujer para formar una familia. No es muy complicado. La Iglesia quiere y acepta a todos, pero tiene sus principios, que no puede mudar, pues dejaría de ser lo que es y perdería su sentido (y ahí está el ejemplo del derrumbe que ha sufrido la Iglesia Anglicana al plegarse a los mantras “progresistas» y el relativismo).
Tengo amigos homosexuales a los que le molestan las olimpiadas gays de Chueca, por su chabacanería e histrionismo. Tampoco les agrada que se convierta en un acontecimiento su condición sexual, que viven con naturalidad y sin alharacas. Me parece que aciertan. Me pasma que a estas alturas del siglo XXI siga habiendo egos que escriben libros, o ruedan películas, para contar su «salida del armario», como si supusiese una proeza épica jamás vista (con lo que en realidad están convirtiendo ellos mismos en extraño lo que quieren defender como normal).
También creo –y aquí ya me van a caer pedradas– que el mejor entorno para que un niño sea feliz y se forme satisfactoriamente es que viva en una casa con un padre y una madre, a ser posible de vidas ordenadas. Y no solo lo digo yo. Las estadísticas sostienen que los hijos criados en el modelo clásico –hombre y mujer casados– obtienen mejores resultados académicos, de salud y de equilibro emocional. Por supuesto, en la familia tradicional también ocurren a veces situaciones espantosas, y también es verdad que hay niños adoptados por parejas gays perfectamente felices. Pero la pauta general, guste o no, indica lo que indica. Recomiendo también leer al respecto algún libro del elocuente psiquiatra inglés que firma como Theodore Dalrymple. «El auténtico propósito de quienes propugnan la diversidad cultural es imponer la uniformidad cultural», apunta en una de sus páginas este agudo observador social.
Si se quiere estar «en el lado correcto de la historia» –como dicen Obama y la izquierda más pedante– toca anudarse la pulsera de colores y sumarse sin pensar a la masa. Por ello lo que aquí he contado desborda los límites de la corrección política, que entre otras muchas cosas impide también decir que los homosexuales están siendo instrumentalizados por la izquierda, que tras fallar con la economía y huérfana de ideas ha convertido la bandera arcoíris y el cambio climático en nuevas religiones laicas con las que rellena su rampante vacuidad.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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