El optimismo en términos generales se corresponde con la actitud vital asumida ante un panorama esperanzador, siendo probablemente el puntal más importante de la entereza humana al momento de enfrentar las condiciones adversas que de tiempo en tiempo se presentan en escenarios diversos de actividad. La visión positiva de las cosas que se plantean es igualmente fundamental para no cejar en el empeño de labrar un mejor porvenir. Pero al partidario optimismo, se opone la postura realista –recogida en la teoría del conocimiento–, concediendo espacio a la incertidumbre de la vida terrenal ante la evidencia palmaria de los hechos cumplidos; el juicio debe corresponderse con la realidad tangible y no siempre con el pensamiento ingenuo, tan común entre los hombres de buena voluntad.
La Venezuela de nuestros días sombríos, se sigue debatiendo entre esperanzas de un cambio deseable y una realidad sociopolítica y económica que defrauda las mejores aspiraciones del ciudadano común, aquel que resiste estoicamente los embates de una de las épocas más aciagas de nuestra historia republicana. Y aún así, insistimos, Venezuela deja espacios abiertos a un precavido optimismo; todo sucede por algo, la adversidad cede ante la firmeza moral y la lección de vida que nos queda después de lo observado y sufrido en lo que va de siglo, puede que abra el camino de una soberanía nacional que venimos y seguimos buscando desde hace más de doscientos años.
Vayamos al tema económico y a las verdaderas posibilidades de recuperación de la actividad en términos que provean no solo crecimiento en los diversos sectores, sino además empleo de calidad razonable y bienestar a una población mayoritariamente desatendida –en contraste con una minoría que goza de cierto poder adquisitivo y que por ello suele manifestarse optimista–. El déficit fiscal incide sobre el proceso inflacionario que afecta especialmente a los menos favorecidos, provocando entre otras cosas una elevación de los precios de servicios, productos de primera necesidad y del tipo de cambio –esto se ha visto agudizado a través de los años transcurridos desde el “viernes negro” de 1983, por una salida neta de capitales y la consecuente caída de las reservas internacionales, sin haberse contado realmente con el efecto compensatorio de las exportaciones de materias primas y de productos intermedios o finales según los casos, a los cuales podrían añadirse algunos servicios de fuente venezolana–. La oportunidad no solo de enjugar el déficit para de tal manera restablecer el equilibrio, sino además realizar las inversiones de capital requeridas para mejorar los servicios públicos y fortalecer el aparato productivo del país, se perdió irremisiblemente durante la década del año 2000 ante el pasmoso despilfarro de ingentes recursos fiscales provenientes de la renta petrolera –se añaden las aún no pagadas deudas externa y comercial a cargo de la República–.
Todo lo apuntado tiene sus efectos colaterales sobre el sistema financiero y la formación de capitales, tal como hemos observado en décadas precedentes. Para una economía como la venezolana tan fuertemente dependiente de insumos y bienes de capital y de consumo importados, los costos de producción se han visto severamente afectados por la inestabilidad del tipo de cambio, incidiendo igual y negativamente sobre el clima general de inversión en el país. Para peores males y como quiera que alrededor del 30% del PIB proviene de materias primas, bienes y servicios producidos en mercados foráneos, Venezuela termina importando inflación originaria de otros sistemas económicos, como demuestran los hechos.
Steve Hanke y Kurt Schuler afirmaban en 1991 que “…la eliminación del riesgo cambiario también alienta la inversión extranjera, particularmente la que proviene del país emisor de la moneda de reserva. Los inversores conocen con certeza el tipo de cambio que recibirán si en el futuro quisieran repatriar sus ganancias. El tipo de cambio fijo impulsa las inversiones en mayor medida que el cambio flotante, porque facilita al inversor la salida del mercado…”.
Dicho lo anterior y en ausencia de una política económica racional e inteligente, dotada de visión de largo plazo y sustentada en realidades y posibilidades objetivas, ¿cómo puede haber verdadero optimismo en la Venezuela de nuestros días en materia económica?, ¿de dónde saldrán las nuevas inversiones que devolverían fortaleza y posibilidades al sector empresarial y particularmente a la industria petrolera y empresas de Guayana?, ¿cómo puede prosperar una economía sin estabilidad cambiaria y sin disponer de la herramienta del crédito en cualquiera de sus formas habituales? ¿Cómo en tan precarias condiciones, podrían crearse nuevas fuentes de empleo estable y debidamente remunerado, de modo tal que regrese el poder de compra al ciudadano común? Las respuestas a estas preguntas parecen obvias, dejando al descubierto el simulado entusiasmo de quienes ven la realidad del país a la luz de sus contestados intereses materiales y políticos. Lo decimos una vez más: solo el restablecimiento de la República Civil y el lanzamiento de una nueva política económica realista y de largo alcance, haría la diferencia anhelada por esas amplias mayorías de venezolanos de buena voluntad que, a pesar de todo, no pierden la fe y la esperanza.