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Guaidó culpó a Maduro

Foto: Instagram @jguaido-

Cada abogado es potencialmente un saco de contradicciones, las discusiones doctrinales en materia jurídica pueden ser interminables, como dicen algunos colegas, la mitad de la biblioteca te da la razón y la otra mitad dice que estás equivocado. Soy por rechazo a tentaciones discursivas: ius positivista, kelseniano y realista. Respeto y admiro desde luego a los abogados que discurren en los altos planos de la ciencia y la filosofía jurídica y que orientan y prohíjan su evolución y pureza necesarias. Y soy ius naturalista en la acepción ciceroniana del derecho natural, que lo refiere a la “justa razón” muy cercana a la visión católica.

Creo y practico, con absoluta sinceridad, un pragmatismo ético e institucional manejable, las ciencias sociales o están al servicio de las necesidades reales de la sociedad o devienen gramíneas verbales (léase paja).

Juan Guaidó es o fue un producto estrictamente legal, más que legal: ex lege, es decir por mandato de la Ley y en este caso de la Constitución Nacional. Que el artículo 233 sea un bodrio constitucional es otra materia. Nunca me llamé a engaño sobre un texto que, a decir lo menos, es irresponsable, pero que por las mismas razones podía, me siento tentado a decir, ha debido producir una ruptura, un cortocircuito que abriera paso a una transición necesaria. Porque no creo que en el caso venezolano fuera deseable –al menos en ese entonces– una solución consensuada, cuando uno de los lados, me refiero al país, había perdido todo y no estaba en condiciones de sacrificar más nada.

Por ello estuve entre los 2 o 3 primeros proponentes de la «aplicación» del 233 constitucional, que desde luego aún no se veía como posible estrategia. Ni era relevante para mí quién sería llamado a ocupar la Presidencia de la Asamblea para ejercer un interinato. En mi caso, debo reconocer, que no medí con la necesaria precisión el estado de deterioro o la virtual desaparición de las instituciones llamadas a terciar y allanar el camino, particularmente no acepté la inexistencia de las Fuerzas Armadas.

Así, contra toda predicción seria, el producto contra natura, pero legal y constitucional, un monstruo bicéfalo, inviable, parapléjico, pervivió y produjo beneficios jugosos para lo más podrido del elenco opositor y en lugar de ayudar a una salida la pospuso deplorablemente, tanto que hemos llegado a esto, y ese asexuado término «esto» es lo más definido que puedo decir de la Venezuela hoy.

En cuanto a su legitimidad, el gobierno interino la adquirió como reflejo de la aversión del país al régimen, que llegó a superar el 80% en las más serias muestras demoscópicas y cuando una comunidad internacional, ya asqueada de los excesos del engendro revolucionario, decidió repudiarlo y con bastante esfuerzo terminó aceptando la legalidad incuestionable del bizarro artículo 233, atípico y sorprendente, pero real y sobre todo incuestionablemente LEGAL.

Otro personaje que no quiero calificar, el presidente Donald Trump, que manejaba el primer país de la Tierra con un teléfono a punta de mensajes de Twitter y a impulsos o inspiraciones bastante irregulares, también le dio su “apoyo” –siempre verbal– es decir, una de “todas las posibilidades están sobre la mesa”, aunque realmente la mesa no tenía más que declaraciones rimbombantes, propias de la diplomacia norteamericana y su interesado séquito internacional.

Pero, ¿es apropiado llamar legítimo a un mandatario a quien no le obedecieron nunca los órganos del Estado dependientes del Poder Ejecutivo, los institutos adscritos, las fuerzas del orden público y sobre todo las fuerzas armadas, columna vertebral de todo país organizado? ¿Es gobierno aquel que nunca pudo controlar un centímetro del territorio del país que se arroga gobernar?

El régimen, dentro de la pobreza intelectual de sus capitostes y sus malandanzas de «compadritos» ha logrado –mal que bien– conseguir una cierta organicidad o por lo menos funcionalidad de sus cuadros, ha adquirido consistencia. La oposición no.

Vivimos en el universo de la picaresca, nunca como ahora la viveza tan exaltada del venezolano ha devenido la virtud miliar, el fiel de la balanza, la referencia, el paradigma. En esta realidad, un mundo raro –sin la belleza de la ranchera de José Alfredo Jiménez– todos pueden dar y prometerse todo. Es el trajín de la componenda y los acuerdos bajo la mesa, de los “guisos” tan populares y exaltados, de los tahúres de feria ambulante. Siendo esa nuestra realidad de hoy, deberían buscar al más pícaro y rogar que consiga algo tangible, que “les tiren algo” para este pueblo tantas veces traicionado y vendido, así estamos, así son las cosas, diría Oscar Yanes.

Hace ya muchos años mi amigo Jorge Olavarría de Tezanos Pinto, en alguno de los escarceos que sostuvimos, escribió (no recuerdo si como elogio o recriminación): “A Alfredo Coronil Hartmann, le falta la estamina de perro de rancho”. Tenía razón, carezco de ella, es una deficiencia de mi personalidad y a estas alturas, faltando apenas semanas para cumplir ochenta años es difícil que pueda adquirirla.

Pero busquen los ejemplares más dotados para estas luchas y para estas armas. Deponer los intereses, legítimos o no de la lucha política, es obligatorio. Hay que construir una auténtica unidad antes que sea demasiado tarde y la esperanza de otra Venezuela perezca, como parece que ocurrirá. Yo, desde mi montaña neblinosa y querida, aportaré lo que pueda o lo que me quede. No cancelaré jamás mi pasión venezolana, a ella me debo, en su ley moriré, cuando el Señor lo disponga. En el nombre de Dios, clemente y misericordioso adelante.

Artículo publicado en el blog Para rescatar el porvenir

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