El pozo (1939), de Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1 de julio de 1909-Madrid, 30 de mayo de 1994), destrozó los prejuicios retóricos de su tiempo anunciando la nueva novela. Nadie había narrado hasta entonces con lirismo tan cruel y amordazado [“Todo en la vida es mierda y ahora estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender”] el desarraigo del hombre, en el mismo momento en el que el mundo se venía abajo con el auge del nazismo, los estragos de la Gran Guerra y los conflictos económicos e ideológicos de entonces, con sus oligarquías dominantes, sus dictadores y caciques.
La imposibilidad de comunicación gobierna El astillero (1962), su pieza maestra. La novela está dominada por la persona de Junta Larsen, un hombre duro, lacónico y rebuscador, antiguo propietario de un burdel que había aparecido por primera vez en Tierra de nadie (1941) y que también forma parte del elenco de La vida breve (1950). Las visiones ideales de la juventud de Larsen, sus subsecuentes sueños de riqueza y poder, le han eludido; ahora está al final de su larga maniobra. Vuelve a Puerto de Santa María y se convierte en un muy bien remunerado gerente de un astillero. Puerto de Santa María es el lugar, la tierra, el nombre feliz lleno de sol, de gentes, de árboles y soledad donde el autor y los personajes hallan salvación. Una ciudad irreal, limbo terrestre donde viven el tormento de la vida breve sin importarles el futuro, carentes de pasado y sin necesidad ni interés por comunicar algo a los otros. En Santa María los personajes existen absortos en un tiempo que es un presente invulnerable al pasado y al futuro. De hecho, el astillero es un despojo del tiempo, y el salario, mera imaginación, pero Larsen, como los otros empleados, entran a gusto y con aparente convicción en este juego kafkiano: estudian archivos envejecidos, hablan de barcos que hace tiempo desaparecieron, cortejan a la enferma hija del patrón. La crisis se precipita cuando uno de los empleados se rebela contra este mundo absurdo, y Larsen, fallando al intentar asesinarle, enloquece y muere.
Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo, 1969
Para Larsen, la vida se nos va haciendo nada, una cosa tras otra sin interés ni sentido. Sin embargo, a pesar del fracaso y las degradaciones, su heroísmo reside en tratar de encontrar algún sentido a su constante lucha por sobrevivir, sabiendo que crecer es fallar, pues solo en la juventud somos capaces de amar y tener esperanzas. Al cerrar el libro tenemos la certeza de que la muerte es la única que puede salvarnos del absurdo de vivir, librarnos de esa pesadilla que es la vida adulta.
El asunto de Juntacadáveres (1964) es un fragmento de la vida de Larsen, cuando, al crear un burdel en Puerto de Santa María, asiste a la realización de su ideal. Refiere paradójicamente los precedentes de la expulsión decretada por el gobernador, de Larsen o Junta, quien murió, según se cuenta en El astillero, de pulmonía, en un hospital de El Rosario.
Santa María es ya una ciudad en plenitud ciudadana. Pero la verdadera historia hay que buscarla en el ánima de los personajes: Larsen, con su extraña vocación de ser siempre y, sobre todo, una figura escatológica, un ave de mal augurio que anuncia la muerte, un juntacadáveres, hiena coleccionista de carroñas, y su grupo de grotescas putas, decrépitas, buscando en el lupanar el naufragio definitivo.
Onetti puso en esta novela toda la sabiduría de su larga existencia, a fin de someternos al asfixiante clímax de una ciudad alucinada que renace cada día, desde su provincialismo, entre un río y una colonia de labradores suizos, con la tranquilidad conmovida por la presencia súbita e insólita de una casa de putas, autorizada por el Concejo Municipal mediante votación y luego de un nudo de discordias y conflictos que termina en una tragedia y una curiosa cruzada impulsada por el cura Bergner, con militancia de jóvenes que “quieren novios castos y maridos sanos”. Larsen, el proxeneta, significa el “progreso” en una sociedad atemorizada y conservadora. El prostíbulo es el mundo futuro, y las putas, la infinita ternura que necesitan los hombres.
Juan Carlos Onetti y Jorge Luis Borges en Barcelona, 1978
Toda la obra de Onetti es una honda reflexión que nos empuja al desamparo, al desencanto, al desarraigo, a la pasividad, al aburrimiento. Sus personajes se mueven entre las miserias de la angustia y la resignación, que asumen sin ira ni rebeldía, con cierto fatalismo cristiano digno de nuestras tradiciones, así sea sin fe. Sus personajes son contemplativos a la manera de Díaz Grey o Jorge Malabia, seres incapacitados para crear relaciones orgánicas con sus comunidades y son, por tanto, relegados a la soledad y al aislamiento. El mundo, para ellos, es un suplicio que deben evitar, pues representa la decrepitud e insolvencia de unos valores que la pequeña burguesía abandonó hace ya tiempo, pero que, parece, serán pronto remplazados por otros. Un mundo de indiferencia moral, sin fe ni interés por el destino. El asunto central de su obra es la imposibilidad del hombre para resistir el peso de la realidad, como dice Eliot en uno de sus poemas. Incapaces de aceptar que sus vidas carecen de sentido, sus personajes tratan de modificar la realidad y se destruyen a sí mismos.
Notable cuentista, la trama de sus narraciones se construye a menudo alrededor de una acción fundamental ofrecida en versiones o claves varias, contadas a través de terceros, pasivos espectadores ―como el lector― que evocan con maledicencias, chismes y rumores la vida de otros, dejándonos en la incertidumbre, a la vez que teje un personaje colectivo al que nos vamos integrando, una sociedad a la que terminamos por pertenecer: la gente de Puerto de Santa María.
Onetti fue tildado de antinovelista a causa de su escaso interés en los argumentos tradicionales. La acción en sus libros está generalmente subordinada a describir detalles que enfatizan el paso del tiempo. Su estilo, plano desde los primeros libros, fue cambiando gradualmente hacia un denso y oblicuo instrumento pleno en encubrimientos, reiteraciones, monólogos elípticos de acuerdo con las características complejas y confusas de sus personajes y la estática visión de la vida que tienen.
Juan Carlos Onetti recibe el premio Cervantes, 1981
Juan Carlos Onetti Borges abandonó la escuela secundaria y trabajó como portero, oficinista, mesero y vendedor. En 1932 se trasladó a Buenos Aires, donde vivió por dos años, y publicó sus primeros cuentos en los suplementos literarios de La Prensa y La Nación. Sus intereses literarios se fueron desarrollando paralelamente a sus intereses políticos. De regreso a Montevideo fue nombrado editor de Marcha (1939-1942), en la que promovió la nueva literatura. Al dejar la revista pasó a trabajar en la agencia noticiosa Reuters, primero en Montevideo (1942-1943) y luego en Buenos Aires (1943-1946). En esta última ciudad permanecería hasta 1955 trabajando como editor de las revistas Vea y Lea. Durante la década del cuarenta escribió varias novelas y tradujo a varios escritores norteamericanos, en especial a Faulkner, uno de sus favoritos. En 1957 fue nombrado director de las bibliotecas públicas de Montevideo. En 1974 premió un cuento de Nelson Marra. La historia fue publicada en Marcha, que fue clausurada por diez semanas, y Marra, Onetti y otros miembros del jurado fueron puestos en prisión y golpeados, para hacerles entender que nadie podía afirmar que la policía uruguaya golpeaba y torturaba a los detenidos. Onetti sufrió una crisis nerviosa, tuvo que ser recluido en una clínica por algunos días. Después partió para Madrid [1976], donde permaneció hasta la hora de su muerte, sin otra enfermedad que una pereza de vivir, tumbado en una cama leyendo patrañas policiales y paladeando licor de malta en compañía de una perrita llamada Biche.
«Vivía, ha escrito José Manuel Caballero Bonald, en un piso algo sombrío, retenido en una de sus más obstinadas fases de acostado. Esa situación de residente estable en la cama dotaba al novelista de un manifiesto aire de enfermo imaginario o de excéntrico personaje de alguna novela no escrita todavía… Cuando lo conocí se había pasado del vino tinto al whisky -por prescripción facultativa, según decía- y sólo leía novelitas negras de frágil calidad y curioso enredo. También oía de vez en cuando algún tango de la buena época y algún bolero clásico… Lo cierto es que aquel señor con aspecto convaleciente no podía ser el mismo que había escrito páginas tan definitivamente seductoras. Pero de todo eso, como él mismo había dicho, hacía ya muchas páginas”.
Mario Vargas Llosa ha dedicado a su memoria una espléndida biografía titulada El viaje a la ficción: el mundo de JCO [2008].