La conducta de la sociedad y la dudosa eficacia de las estrategias aplicadas por los gobiernos del mundo occidental frente a la pandemia del covid-19 agitan una inquietud que se expresa en preguntas sobre nuestro futuro e incluso sobre los valores de nuestra cultura de herencia judeo-cristiana. ¿Siguen siendo válidos? ¿Ha sido más eficaz la respuesta del mundo chino? ¿Responde a una cultura basada en la disciplina social y el predominio de lo colectivo sobre lo individual?
La pandemia y su persistencia en América y Europa han puesto a prueba la supremacía de Occidente y han hecho visibles algunas de las debilidades de una cultura hasta ahora muy segura de sí misma pero aquejada por una nueva preocupación existencial. Desde muchas perspectivas, las ventajas comparativas del mundo occidental que parecían muy claras en un momento ya no son lo son en la misma medida.
Samuel Huntington en El choque de civilizaciones, 1996, resumió de algún modo los valores occidentales: individualismo, liberalismo, constitucionalismo, derechos humanos, igualdad, libertad, imperio de la ley, democracia, libre mercado, separación Iglesia y Estado. Un repaso sobre algunos de ellos pondría en evidencia las deformaciones que los han degradado o han debilitado su vigencia, como han ido haciéndose visibles en estos tiempos de pandemia.
Así, el individualismo como reconocimiento del individuo, de su capacidad de hacer, de su dignidad individual y de su responsabilidad en la generación de bienestar ha degenerado para muchos en egoísmo, en incapacidad para mirar al otro y pensar socialmente. La sobrevaloración del individualismo y de las libertades individuales ha convivido, sin embargo, con formas de paternalismo estatal, mecanismo usufructuado por el poder para la sumisión o control de los ciudadanos.
El liberalismo económico, por su parte, fundamento del sistema, ha concentrado su atención en la generación de ganancias, con olvido de los medios y de la función social del capital. En el caso de la pandemia, por ejemplo, Occidente piensa salir con más dinero, más emisión, más deuda, sin recordar a la propia sociedad que alguien –las futuras generaciones– tiene que pagarla.
La democracia ha cedido su condición de representación, así como de sistema de expresión de la voluntad ciudadana y de su capacidad de control, limitándose al ejercicio del voto y consagrando la dictadura de las mayorías o las tentaciones populistas. El legítimo reclamo de libertad ha clausurado en muchos casos la contrapartida de la responsabilidad personal y social y se ha convertido en justificación de un comportamiento poco cívico y de rechazo a la disciplina social.
En contraste con este cuadro de debilidades, es justo mencionar también que la vigencia de estos valores se ha expresado felizmente en fortalezas, como expresiones de solidaridad, civismo y generosidad, el reconocimiento de la universalidad del desafío por parte de las élites, la confesión colectiva de la fragilidad, la movilización de las mejores energías sociales y la disposición a superar las exigencias impuestas por los cambios en la vida cotidiana, personal y de trabajo.
Un vistazo superficial a la lista de fortalezas y debilidades expresadas en tiempos de pandemia no nos exime de una reflexión más profunda sobre el tema central de los valores de la cultura occidental y su vigencia. No son pocos los pensadores que han asumido ya esta tarea. Yuval Harari, por ejemplo, interroga: “¿Quizá haya llegado el momento de cortar para siempre con el pasado y elaborar un relato completamente nuevo que vaya más allá no solo de los antiguos dioses y las antiguas naciones, sino incluso de la esencia de los valores modernos de la libertad y la igualdad?”. Y ya en 1996 Samuel Huntington se preguntaba: “¿Puede Occidente renovarse, o la continua degeneración interna simplemente acelerará su final o su subordinación a otras civilizaciones económica y demográficamente más dinámicas?” Y añadía: “Mucho más importante que la economía y la demografía son los problemas de decadencia moral, suicidio cultural y desunión política de Occidente”
La crisis deja, evidentemente, una lección: Occidente tiene que repensarse a sí mismo.
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