Según una resolución de la Dirección de Control Urbano de la Alcaldía del municipio Libertador, se ha ordenado colocar, en todas las edificaciones del municipio, sean institucionales, residenciales o comerciales, un logo conmemorativo del bicentenario de la batalla de Carabobo. Como si fuera una ley, se advierte que esta resolución es de obligatorio cumplimiento, y que, de no ser acatada, los propietarios del inmueble serán sancionados según lo dispuesto en la Ordenanza sobre Conservación de Fachadas. Me parece muy bien que, en la alcaldía o en el despacho público que sea, se haya dispuesto conmemorar lo que, sin duda, es una fecha importante en el nacimiento de una nación independiente y en la formación de la república. Pero, obligar a todos a celebrar ese acontecimiento -en la forma dispuesta por un funcionario municipal-, mediante la colocación de un logo previamente diseñado (aunque se pueda escoger entre cuatro modelos ya elaborados), además de ridículo, parece ir demasiado lejos.
Gracias a la batalla de Carabobo dejamos de ser súbditos de una monarquía decadente, para convertirnos en ciudadanos de una de las repúblicas que comenzaban a nacer en este continente. Con la independencia ya asegurada, pudimos comenzar a construir nuestro propio destino, y a disponer de los recursos que antes iban a engrosar las arcas españolas. Pero, seguramente, no todos los habitantes del municipio Libertador comparten el deseo de celebrar -o siquiera recordar- la fecha de la batalla de Carabobo; además, la Constitución de Venezuela les garantiza el derecho a no tener que hacer suyas las ideas (o las fantasías) de otros. La libertad de expresión no supone que tengamos que pagar por la difusión de mensajes que no son los nuestros, ni que tengamos que sumarnos al coro de los esclavos. En medio del desastre económico, político y -sobre todo- moral que nos agobia, probablemente los caraqueños tienen cosas más relevantes de las que ocuparse. Con seguridad, habrá quienes consideren que, más importantes que las glorias militares, es recordar el aporte de los civiles en la construcción de la república, como es el caso de Juan Germán Roscio -de quien acaban de cumplirse doscientos años de su fallecimiento, sin que a las autoridades les importara mucho- o de José María Vargas, el primer civil que ocupó el cargo de presidente de la República y que (hasta que un oficial castrense decidió otra cosa) dio su nombre a uno de los estados de Venezuela. Pero puede que sea normal que, en un régimen más militar que civil, se quiera invisibilizar a los civiles que hicieron grande a este país.
Aparte de los suizos, que presumen de neutrales, y de los indiferentes a los que les da lo mismo cuál haya sido el desenlace de esa batalla, tampoco podemos perder de vista que en el municipio Libertador viven muchos ciudadanos españoles, que quizás se sienten acongojados por haber sido derrotados en Carabobo, y que no pueden ser escarnecidos, obligándolos a celebrar lo que, para ellos, es, tal vez, una fecha aciaga. Incluso, imagino que -en medio de nuestras desgracias- muchos criollos estarán lamentando haber triunfado en el campo de batalla pues, si hubiéramos sido derrotados, hoy seríamos parte del reino de España y, por lo tanto, ciudadanos de la Unión Europea. ¡Imagínese Ud., amigo lector, lo que eso significaría! Recibiríamos fondos europeos para -entre otras cosas- tapar los huecos de la autopista regional del centro (que lleva a los campos de Carabobo), tendríamos acceso a vacunas contra el coronavirus, Pdvsa sería manejada más eficientemente (como un departamento de Repsol, sin tener que regalar petróleo a Cuba), nuestros sueldos serían en euros, dispondríamos de dinero en efectivo (en euros), los militares estarían en los cuarteles (al servicio de la nación y no de parcialidad política alguna), y Maduro apenas sería el presidente de una comunidad autónoma, sometido a una Constitución y a los estándares democráticos que demanda la Unión Europea. Pero, al parecer, el destino quiso que ganáramos la batalla equivocada, y ahora tendremos que asumir las consecuencias de nuestro desatino.
Con un sistema de educación absolutamente colapsado, y con unas universidades que literalmente se están cayendo a pedazos, valdría la pena preguntarse cuántos de nuestros niños, adolescentes y jóvenes, saben qué pasó en Carabobo, o cuál es la importancia de esa batalla en la historia de Venezuela. ¡Me pregunto si lo sabrá el funcionario de la Alcaldía del municipio Libertador que dictó la resolución que comentamos! Para hacer honor a quienes lucharon en Carabobo, más importante que un logo -con un caballito encabritado y un militar blandiendo amenazadoramente su sable- sería tomar el gobierno del país en serio, garantizar el acceso al agua potable, recoger la basura de las calles, ocuparse del alumbrado público, preservar el territorio venezolano de las incursiones de grupos armados dedicados al narcotráfico, reconstruir lo que se ha destruido (comenzando por el sistema educacional), y rescatar los valores cívicos que nos caracterizaron. Nuestros valientes soldados hacen más falta en Apure y en la Cota 905 que en una calcomanía extravagante. Sin embargo, las perspectivas futuras son tan grises como el color con el que quieren que se pinten las fachadas de los edificios de Caracas. Ahora, lo único que falta es que -esta vez desde Miraflores- decreten la felicidad suprema, nos obliguen a manifestar alegría y orgullo nacional en la cola para la gasolina, y debamos aplaudir las ocurrencias de los que mandan.