Si nos pudiésemos trasladar al reino del primer gran soberano babilónico, Hammurabi, allá en el remoto siglo XVIII a. C., nos sorprenderíamos al constatar que las pasiones que movían a aquellos seres humanos eran más o menos las mismas que las nuestras: el apego a la propia tierra y la familia, las tentaciones de la sensualidad, la ebriedad y la codicia; las creencias y dudas sobre el más allá…
Con nuestro enorme narcisismo tendemos a pensar que estamos inventando el mundo. Pero es muy viejo y todo se repite. Hay dos libros que se han vuelto eternos precisamente porque lograron compendiar todos los humores humanos. Se trata de la obra inspirada de la Biblia y de las comedias y tragedias del enigmático William Shakespeare, cuya clarividencia, conocimiento y amplitud de miras resultan desconcertantes en relación a su formación y orígenes.
El vizconde de Bonald, inteligente tradicionalista francés que vivió a caballo del XVIII y el XIX, nos legó una observación muy aguda: «En las crisis políticas lo más difícil para un hombre honrado no es ya cumplir con su deber, sino conocer cuál es este». Sin saberlo, Louis de Bonald estaba anticipando la ínfima catadura moral del entorno mediático y político que secunda a lo que hemos dado en llamar «el sanchismo». En lugar de entender cuál es su deber elemental –defender a su país y su sistema de libertades y derechos–, los corifeos del PSOE han optado por cumplir con aquello que erróneamente entienden como su deber: obedecer a ciegas y con orejeras aquello que ordene el líder supremo, sea lo que sea.
Todos esos diputados, alcaldes y concejales del PSOE; todos esos periodistas y tertulianos de las cadenas al rojo vivo y del periódico global de capital multinacional; todos esos intelectuales y artistas «comprometidos»; todos esos ministros que antaño fueron jueces… Todos están dispuestos a secundar los dictados de Sánchez con una obediencia tipo perro de Pavlov, sin mayor consideración racional y moral. Obediencia ciega a toque de corneta del partido.
En 2018 aplaudieron la llegada de Sánchez invocando la necesidad de regenerar la vida pública española. Hoy apoyan con igual entusiasmo que la vida pública española degenere con el más clamoroso nepotismo, con una usurpación partidista de las instituciones de todos y acosando a los jueces desde el poder.
Apoyaron a Sánchez cuando aplicó el 155, cuando llamaba xenófobo a Torra y cuando prometía solemnemente que traería detenido a Puigdemont. Hoy, con igual entusiasmo, apoyan la sumisión absoluta a Puigdemont y los separatistas, o mutilar las leyes al dictado de un prófugo golpista.
Apoyaron a Sánchez cuando prometió que con Bildu nada de nada, jamás. Hoy, con igual entusiasmo, apoyan encamarse con Bildu y liberar a los asesinos con fiestas de bienvenida incluidas.
Apoyaron a Sánchez cuando estaba con los saharauis y con igual entusiasmo lo apoyan cuando los deja tirados para firmar su extraño acuerdo con Marruecos.
Apoyaron a Sánchez cuando decía que de acortar las instrucciones judiciales nada de nada, que eso fomentaba la corrupción. Y lo apoyan con igual entusiasmo cuando ahora dice que hay que acortarlas.
Apoyaron a Sánchez cuando tres días antes del 23-J garantizaba que no habría amnistía y lo apoyan con igual entusiasmo cuando se ha embarcado en la amnistía solo porque no le han salido las cuentas en las urnas.
Son guiñoles que bailan al son de un aventurero de la política para salvar una paguita en una tertulia, o un coche oficial, o las prebendas de un escaño. A veces la obediencia ciega atiende también a que conciben la vida como una permanente guerra civil ideológica, en la que todo vale con tal de anular al odiado adversario. Se llama hacer política con las tripas.
Son, en fin, gente que no sirve para nada, porque sus principios son más moldeables que la plastilina y más efímeros que los almendros en flor de un febrero borrascoso. Con todas sus ínfulas, solo son muñecos del poder.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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