Pedro Sánchez se estrenó en el cargo, al que accedió con una vergonzosa moción de censura respaldada por todos aquellos que solo querían ponerlo para que les ayude a destruir España, provocando la destitución en bloque de toda la cúpula directiva de El País, capitaneada por Antonio Caño, radicalmente opuesta a sus negocios mafiosos con el separatismo para alcanzar el poder que le habían negado sistemáticamente las urnas.
Aquella fue la operación de injerencia en los medios más vergonzosa que se recuerda, con permiso de la de Zapatero regalándole a sus colaboradores más directos una licencia de televisión para que ejercieran de sicarios del régimen, y preludia su obscena obsesión por controlar la libre circulación de informaciones y opiniones que ahora se concreta con un plan censor aprobado en Consejo de Ministros.
Que Sánchez se permita presentarse como garante de la verdad es como si Putin lo hiciera de los derechos humanos, Jack el Destripador de la medicina y los talibanes de la libertad de las mujeres; y solo quienes viven de suscribir ese imposible sostienen en público su legitimidad para hacerlo: la prostitución, que querían abolir, siempre encuentra una excepción en el mundo del periodismo, donde nunca faltarán meretrices a sueldo dispuestas a darle placer a su pagador.
El líder del PSOE ha sido el mayor experto en bulos, el principal enemigo de la transparencia y la peor amenaza democrática que se recuerda, muy por encima de Tejero aquel 23 de febrero de 1981, cuando asaltó el Congreso con unos cuanto iluminados rápidamente sofocados por las ansias de libertad de todo un pueblo.
Porque nadie como el sátrapa socialista ha transformado su galopante debilidad, fruto del desprecio electoral de los españoles, en una plataforma para atacar y arrasar todo aquello que impedía sus deseos de grandeza, sean los jueces, los medios de comunicación independientes, los ciudadanos o el propio Parlamento.
A todos ellos les ignora, con la misma sevicia con que convierte las respuestas a sus excesos de los poderes del Estado en una excusa para acabar con ellos manu militari, en la búsqueda desesperada de eternidad política e impunidad personal, para que su esposa, su hermano o su partido puedan pisotear la réplica del Estado de derecho a sus obscenos comportamientos.
Sánchez ha despreciado al Poder Judicial, ha ignorado la miríada de varapalos del Consejo de Transparencia, ha colonizado hasta el último rincón del Estado, ha convertido a buena parte del periodismo español en una suerte de hooligan remunerado y ha anunciado que, en adelante, prescindirá del Poder Legislativo, que es tanto como decir que gobernará sin el pueblo si el pueblo no le concede su favor.
Hace apenas cuatro días, Nicolás Maduro presentó en Caracas su proyecto de crear una «Internacional Antifascista», el truco barato con el que pretende disfrazar su golpe de Estado de una heroica pelea por salvar la revolución. Y aunque las latitudes y los acentos sean distintos, el objetivo es el mismo: eliminar la disidencia, perpetuarse en el poder y ejercerlo con puño de hierro.
Sánchez no aspira a ser un dictador: ya lo es, y su España plurinacional y liberticida es una formidable checa repleta de comisarios políticos, se llamen Intxaurrondo, Pumpido, García Ortiz o Broncano, dispuestos a todos con tal de consolidar los siniestros planes de un peligro público. El desafío de este saltimbanqui sin escrúpulos es inmenso, pues. Y la respuesta de la sociedad española debe ser aún más enérgica o pronto entenderemos muy bien cómo se sienten los pobres venezolanos.
Artículo publicado en el diario El Debate de España