España vive un momento excepcional, con una deriva muy parecida a la de Venezuela en 2002, con aquel supuesto golpe contra Hugo Chávez que aprovechó para rematar un proyecto sostenido de demolición de la democracia, allí más explosivo, aquí más por goteo.
Todo empezó, en realidad, con Rodríguez Zapatero, padre putativo del populismo encarnado por Podemos, a modo de entrenamiento, y ahora por el PSOE y Pedro Sánchez, poseídos definitivamente por un movimiento sustentado en la ambición de poder absoluto, un estalinismo cada vez peor disimulado, una intervención total de la economía y de las libertades y la transformación del rival y del disidente en un deshumanizado enemigo de la patria.
En Sánchez se han concentrado todos los males iniciados por su hoy mentor, como si ambos sintetizaran los planes más perversos de ese grupo de Puebla inspirado en la «revolución bolivariana», tan parecida a la sanchista: una invasión atroz de la Justicia, una reforma constitucional vía hechos consumados, un ataque contumaz a la libertad de prensa y un enfrentamiento social generado desde la recuperación de la infausta dialéctica de las dos Españas.
Que un presidente se atreva a aprovechar los escándalos de su esposa, evidentes más allá de sus consecuencias penales e innegables aunque no las tuvieran, para presentarse como víctima de un «golpe judicial y mediático» y justificar a continuación, con soflamas victimistas, su agenda liberticida; supone un paso de difícil retorno.
En apenas seis años, Sánchez ha destruido la convivencia y el consenso fundacionales de la democracia española. Ha subordinado todas las instituciones del Estado al partido y el partido a su cesarismo, como en todas las dictaduras comunistas. Ha puesto en duda el papel de la Corona como símbolo de la unidad nacional que a su vez es la garantía de un país construido con ciudadanos libres e iguales. Ha colocado en la diana a la Justicia, asaltando sus terminales con militantes, asesores y exministros. Ha criminalizado la disidencia política, social o mediática; despreciando las herramientas que le concede el Estado de derecho para replicar los ocasionales excesos sin destrozar la arquitectura legal y moral de la democracia. Y ha intentado, e intenta, recluir detrás de un muro a todo aquel que no acepte su particular legalidad, resumida en un único artículo: «Es legal o ilegal todo lo que yo diga».
El destrozo de Sánchez ya es inmenso, y a eso se le añade su perversa estrategia para perpetuarse, nacida de una alianza infame entre el PSOE y los partidos separatistas cuyo único fin es acabar con la alternancia democrática: País Vasco y Cataluña ya son Estados propios de facto, pero mantienen una leve conexión con España con el único objeto de facilitar la investidura de un perdedor que, a cambio, les mantiene en Europa y atiende todas sus exigencias, por dañinas que sean en todos los órdenes.
Sánchez se ha dotado a sí mismo de un escudo de inmunidad e impunidad, sustentado en un ecosistema subvencionado de sicarios que lo legitiman todo en nombre de la democracia, sin pudor alguno, para acabar en realidad con ella por el método del crimen civil y público de los contrapoderes y de la crítica.
Es un desafío histórico que no conviene seguir minimizando, ante la esperanza vana de que, algo así, no pueda pasar en Europa. Ya está pasando, no frenará y llegará hasta sus últimas consecuencias si se sigue respondiendo al órdago con las mismas herramientas de siempre.
A Sánchez solo puede frenarlo una respuesta masiva, cívica pero contundente, del pueblo español, conectado con los cada vez más exiguos restos de un Estado plural, superviviente a duras penas de la cacería sanchista para implantar un nuevo régimen de partido y líder único.
Cuando el mayor fabricante de bulos de los últimos 50 años se permite encabezar la lucha contra la intoxicación, está revelando su objetivo: transformarse en un dictador disfrazado de demócrata, como todos los tiranos de la historia. O España se mueve, o lo conseguirá.
Artículo publicado en el diario El Debate de España