OPINIÓN

Nuevas y antiguas noticias del teatro en Venezuela (II)

por Carlos Sánchez Torrealba Carlos Sánchez Torrealba

Continuamos con estas entregas dedicadas al teatro en Venezuela desde la segunda mitad del siglo XX y hasta parte del XXI. Son y serán algunas noticias del teatro en nuestro país que deseo dejar por aquí como las flores que son y que deseo compartir. Esas noticias y las divagaciones al respecto van dedicadas especialmente a quienes se inician en el Oficio del Teatro, así como a la creciente cantidad de docentes y otros adultos que abrazan esta disciplina artística como una manera asertiva de hacer más amplio y hondo el proceso continuo de enseñanza-aprendizaje, personas que descubren el poder de actuar.

Probablemente, hemos escuchado y cantado una melodía que se ha convertido en parte del repertorio infantil nacional. Seguramente, hasta hemos visto o habremos bailado una antiquísima diversión pascual proveniente del oriente de Venezuela: El Sebucán.

Es sabido que el sebucán es una pieza artesanal que todavía elaboran y usan nuestros indígenas, los waraos del Delta del Orinoco, así como los kariñas del sur de Anzoátegui y otros estados aledaños, por ejemplo. Este artefacto es un colador hecho a mano y se usa para exprimir la yuca rallada con la que se preparan el casabe, la naiboa y otros productos. El sebucán está hecho con fibras de distintas tonalidades de una palma llamada tirite que van trenzando hasta formar un cilindro con dos asas a los extremos. Allí se deposita la yuca rallada, se exprime dándole vuelta simultáneamente por ambos extremos y en sentido contrario para extraer el yare de la yuca amarga, un potente veneno conocido también como cianuro. Esta es una tradición artesanal que también se desarrolla desde tiempos ancestrales en otras regiones del Caribe. Hay varias conjeturas y muchos testimonios recogidos en campo que aseguran que la diversión de El Sebucán o Baile de Cintas proviene de este objeto sencillo y maravilloso.

Al paso de los años, parece que la sublimación del trabajo con tan prodigiosa pieza artesanal ha devenido en canto y baile, en motivo de reunión y alegría, en teatro. Esta diversión es una muestra palpable, una pieza emblemática de nuestra cultura y es también una de nuestras conocidas formas teatrales. Se originó por los lados del oriente, por los predios de Guayana y de ahí se ha extendido por otras regiones del país: Anzoátegui, Delta del Orinoco, Monagas, Nueva Esparta, Sucre y hasta la región capital. Se sabe que esta diversión pascual de origen indígena recibió el baile como aporte español y a su música la contonea el ritmo africano.

El baile de El Sebucán, pues, es efectivamente una expresión tangible de nuestra cultura ancestral, de nuestra cultura híbrida que ha seguido manifestándose en el tiempo. Para esta diversión, bailadoras y bailadores, esmeradamente trajeados, danzan alrededor de un palo central clavado en la tierra, que tejen y destejen con cintas de diversos colores y con la misma técnica con que se entreteje el utensilio manufacturado. Así, bailan y bailan, trenzando y destrenzando alegremente ese tronco que también recuerda el Mito del árbol de todos los frutos: El Caliebirri-Nae cudeido.

El Caliebirri-Nae cudeido es una leyenda del tiempo en que los animales hablaban y solo ellos habitaban el mundo. Nos relata cómo después de muchas aventuras y desventuras, el árbol de todos los frutos cayó, esparció las semillas por todo el planeta y se convirtió en tepuy. Nada más y nada menos. Lo que nos habla de una enormidad espléndida, una hermosa desmesura. Desmesura maravillosa propia de estos predios tropicales nuestros. El Caliebirri-Nae cudeido es un mito de creación venido de nuestra antiquísima etnia Jibi-Guahiba -que habita entre Venezuela y Colombia- y que encuentra otra derivación en el tiempo a través de la Fiesta del Mastro para la que se corta un gran árbol, un tronco altísimo que transportan hasta el poblado, lo decoran con frutos, flores, cintas, guirnaldas y lo erigen en el centro de la comunidad para cantar y bailar a su alrededor. Una fiesta que, todavía hoy, se celebra en algunas comunidades como Puerto Ayacucho, capital del estado Amazonas, en el sur de nuestro país.

Se conoce la existencia de mitos y ritos fálicos como fiestas paganas en favor de la fertilidad entre las culturas más antiguas del mundo, como el Palo de Mayo que se celebra todavía en algunas regiones para implorar o para agradecer a diosas y dioses por la buena cosecha.

Como quien jala un hilo, esta tradición nos hace recordar a aquella higuera al pie de la que se celebraban las Fiestas Lupercales en la antigua Roma o al Ditirambo, aquella composición lírica de los griegos, dedicada a Dionisos.

Este género de la diversión -género teatral muy del oriente venezolano- y, más precisamente, esta teatralidad de El Sebucán se nos hace que es una de las más hermosas metáforas de lo que es el teatro, y de lo que es nuestra cultura: añeja, variopinta, colorida, compleja, vivaz y rica en tradiciones, en diversidad y en porvenir.

Hay en ese género de la diversión, así como en otras tantas tradiciones venezolanas, una importante y generosa serie de elementos teatrales que bien podrían servir más a nuestra dramaturgia nacional: contenidos y formas interesantísimas que no encuentran todavía un espacio mayor en nuestro teatro.

Lo teatral en la tradición venezolana es un tema sobre el que toca seguir explorando, toca seguir estudiando y profundizando, y del que toca seguir inventando para re-crear en los escenarios esas señas culturales que nos entonan, esos gestos que nos hermanan, nos arraigan. Al amparo de algunas peregrinas iniciativas de entes gubernamentales, de algunas alcaldías y gobernaciones, y, sobre todo, de la intercesión de unas pocas iniciativas del sector privado, se han hecho algunos aportes en este sentido. Sin embargo, es una pena que todavía no tengan nuestras tradiciones un espacio mayor, una visibilidad como la que se merecen para entonces provocar una mirada hacia nuestra médula espiritual, hacia esos pequeños y grandes detalles de nuestra existencia. Esta es materia pendiente en el campo del teatro y en el aporte que puede seguir haciendo para el indispensable reforzamiento de lo que somos como país, para el sostenimiento de nuestra cultura, de nuestra espiritualidad colectiva.

Hablar sobre el teatro en Venezuela es como hablar de un generoso bosque genealógico, de una difícil frondosidad. Los griegos descubrieron hace muchos siglos atrás que teatro y democracia son propicios para la creación de ciudadanía. Porque teatro y democracia van de la mano, aunque al teatro en Venezuela le ha tocado moverse también en tiempos contrarios a la soberanía del pueblo.

«Ser el espejo de la naturaleza humana; mostrarle a la virtud su verdadero semblante, al vicio su propia imagen y a cada época y al cuerpo del tiempo su forma y su trasunto». Así detalla Shakespeare en Hamlet las cualidades que en sus términos más trascendentales definen el arte del teatro. En Venezuela y en constantes ejercicios de dignidad -con sus altas y sus bajas- las y los hacedores de teatro, sus cultoras y cultores hemos aprendido a tomar de esa marmita y de muchas tantas otras ollas y fogones el cocido magnífico que el teatro nos ha servido a la humanidad. Una especie de sopa de piedras como la de aquel cuento magnífico de nuestras infancias.

Al cierre de la década de los cincuenta, Venezuela entra más de lleno por el portal de la democracia. Luego de fuertes manifestaciones de los ciudadanos en contra de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el dictador fue depuesto por vastos sectores civiles y militares contrarios y disgustados con ese régimen tan inhumano, tan desalmado. Después de mucha represión y cuantiosas persecuciones, la dictadura calló, cayó, y el despotismo -encarnado en aquel personaje y en otros antagonistas- huyó al exilio. Fue una crisis, un doloroso parto nacional que nos templó el alma y que derivó en una nueva etapa en la historia de la Venezuela contemporánea, en un nuevo modelo cultural: el sistema democrático. Con sus beneficios, sus contradicciones, sus altos contrastes.

Es importante esta mirada porque, luego de tan atormentada pesadilla, las esferas de la vida nacional y el teatro entre ellas, tuvieron un impulso mayor. A partir de ese momento la historia fue distinta. La sociedad civil, junto a los partidos políticos, así como el ejército, tendrán papeles protagónicos en nuestra contemporaneidad. Ese quiebre nos puso como ciudadanos, como nación, ante el desafío de darle más densidad y mejor forma a la democracia, nuestra democracia. Un espacio palpitante y más propicio para el fortalecimiento de la vida civil, para el robustecimiento de sus artes, de su teatro y para el crecimiento de todas las demás actividades propias de un país pacífico y democrático, de un país en libertad.

Nuestra era democrática es fruto de procesos y cambios, de violencia y calma, de maceración histórica. En las décadas siguientes a la caída de la dictadura perezjimenista, después del Pacto de Punto Fijo y hasta finales de la década de los noventa, se mantiene un status quo fértil para el fortalecimiento de nuestro ser cultural democrático y para el robustecimiento de nuestro hacer artístico. En el año 1998 se hizo la primera edición del libro La crisis de la Venezuela contemporánea, una elocuente revisión histórica del país que tuvimos entre 1903 y 1992. Allí su autor aseveró que «Venezuela, para la fecha, era un pueblo pacífico, sano, culto, democrático y definitivamente venezolano». Así lo definió el historiador y maestro Manuel Caballero. Su palabra vaya adelante.

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