Colombia desde tiempos inmemoriales ha sido un país inseguro. La ciudadanía ha aprendido con dolor, a lo largo de más de medio siglo de presencia guerrillera, cómo comportarse para no arriesgar su vida ni sus bienes. En la medida en que el tiempo y los conflictos armados al interior del país han ido avanzando, nuevos retos en materia de seguridad se han ido sumando. Paramilitarismo, organizaciones armadas y grupos insurrectos al margen de la ley, narcotráfico y clanes de la droga de otros países se han disputado el territorio nacional y establecen enclaves dentro de los cuales son ellos quienes dictan las normas de convivencia. El crimen y el delito no han podido ser contenidos por las autoridades sino con enormes altibajos.
El miedo es inherente a ser colombiano -secuestro, extorsión, corrupción son formas de violencia consustanciales a la cotidianidad-. Los hermanos neogranadinos no se cansan de buscar fórmulas para desterrar a los violentos porque las fuerzas del orden y militares hacen esfuerzos ciclópeos por brindar un ambiente de tranquilidad y concordia, pero el reto que hoy tienen enfrente sigue siendo colosal. Si en Venezuela la gigantesca diáspora generada por la revolución del siglo XXI ha generado atroces condiciones de pobreza, precariedad, falta de trabajo, de oportunidades y de recursos, desatención de la salud pública y la asistencia social, al igual que la existencia de formas sofisticadas de delincuencia común; en Colombia las migraciones de ciudadanos son alimentadas principalmente por la necesidad de ponerse a resguardo de la violencia interna.
Los datos mundiales sobre la migración señalan que el número de emigrantes internacionales colombianos es cercano a los 3 millones. Este número ha aumentado 51,8% desde 2010 y el número de emigrantes como porcentaje de la población total nacida en Colombia es de 5,8%. Pero las estadísticas internas actuales asustan. Durante los primeros meses de 2023 el promedio mensual de homicidios ha sido de 1.086, lo que equivale a cerca de 36 diarios o 1 a 2 homicidios cada hora.
Una evaluación efectuada por el Centro de Paz de la Universidad Externado de Colombia sobre la manera en que ha estado evolucionando la violencia muestra hallazgos importantes. El más destacado de ellos es el cambio cualitativo que hay dentro del terreno de la seguridad. La amenaza a los individuos hoy por hoy deriva más de una confrontación interna que no nace de una batalla por el poder político como ha sido en los años de la lucha de la insurgencia armada. “Se está acabando la guerra entre la insurgencia y el Estado”, ha dicho Gustavo Petro.
Lo que se está evidenciando es que se estaría produciendo una migración hacia otra forma de violencia: la que tiene que ver con la riqueza, las rentas, las economías ilícitas, el control sobre el territorio y la población, la cocaína, el oro ilegal, la trata de personas o los éxodos. Los mayores índices de homicidios derivarían así del enfrentamiento entre los grupos armados ilegales y ya no entre la fuerza pública y los grupos insurgentes.
Sin embargo, es preciso mencionar que en departamentos como el Arauca, contiguo a Venezuela, siguen siendo los enfrentamientos entre el ELN y las Disidencias de las FARC los causantes de las mayores amenazas a la integridad de los individuos. Durante el primer año del gobierno Petro las más altas tasas de homicidio se han presentado justamente en los departamentos de Arauca, Putumayo y Cauca en los que convive la guerrilla con actividades ilícitas como el narcotráfico.
También la extorsión ha estado creciendo exponencialmente. En los primeros 6 meses del presente año este mal se incrementó 37,3%. Una muestra de que esta nueva forma de violencia es de las que está privando por encima de otras y que, en efecto categoriza una nueva forma de agresión a las poblaciones es que este crecimiento es atribuible al Clan del Golfo y su interacción con la Nueva Marquetalia.