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Nuestro propio desastre

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Sobran los escritos estos meses sobre la naturaleza del régimen actual. Los más escépticos y críticos vislumbran una deriva venezolana, con algunos elementos que los avalen. Otros distinguen antecedentes echeverristas, también con fundamentos. Ciertos partidarios de la 4T –los más ilustrados– ven al contrario un futuro social-demócrata a la europea. Los más sensatos y a la vez ilusos, entre los afines al régimen, se congratulan de un nuevo esquema antineoliberal, ni castrista ni socialdemócrata, más bien inspirado en la experiencia cardenista de hace casi un siglo. Como si tuviera algo que ver con el México y el mundo de hoy.

Por mi parte, distingo dos rasgos definitorios de lo que sucede hoy. Uno ha sido tan comentado que no vale la pena abundar en él y no tendría nada que agregar a lo que se ha dicho. Me refiero a la ofensiva contra los sectores autónomos del Estado por parte de López Obrador, que  claramente muestran un afán de concentración de poder. No hay mucho más que decir al respecto, salvo que como todo en México, siempre, lo que los gobernantes dicen o proponen suele resultar puro cuento. Pero insistir en ello sería políticamente incorrecto. Entonces mejor damos por buenas las intenciones de la 4T.

La segunda característica también ha sido muy comentada, pero tal vez un poco menos, y quizás sin el contexto necesario. Me tendré que referir aquí también a los dichos, a sabiendas de que en México no hay nada tan absurdo como discutir lo que funcionarios anuncian. Como prenda, un botón: una pobre niña en The New Yorker, que toma al pie de la letra todas las mentiras enunciadas por la Secretaría de Relaciones a propósito de la matanza de El Paso como si fueran realidades.

López Obrador ha mostrado –en sus definiciones, aún no en sus realizaciones– una clara intención de sustituir al sector privado con el sector público cuando el primero “no cumple”. Insisto: decirlo no significa que vaya a suceder. Estamos en México. Pero en el caso del presidente, y de una discusión sobre el esquema ideológico del gobierno –como lo señala Leo Zuckerman hoy– vale la pena insistir en este punto.

Cada vez que la iniciativa privada le falla al “pueblo”, López Obrador anuncia que el Estado va a ocuparse. Si es una carretera, el Internet nacional, el Corredor Transístmico, el Estado entrará al quite. No carece del todo de razón al señalar que existen sectores de la economía y de la política social en los que el empresariado, por una razón u otra, decide no intervenir. Tratándose de bienes públicos, hasta Eisenhower construyó el sistema Interstate de carreteras.

Pero en México existen razones para desconfiar de esta sustitución. López Obrador ofrece muchas de ellas. No parece insistir en el reemplazo de lo privado por lo público con resignación; lo hace con gusto. Prefiere lo público –según él, sin lucro a lo privado– que solo busca el beneficio propio. Se adelanta. Antes de comprender porque los empresarios no invierten en tal o cual proyecto, los denuncia y anuncia que el Estado lo hará. Por último, da la impresión de sentirse más cómodo con la participación del sector público –honesto, solidario, patriota, desinteresado– que con la iniciativa privada. No es socialismo; se trata de una expresión muy mexicana de estatismo exacerbado.

Destruir los contrapesos y reconstruir un Estado interventor ¿equivale a una venezuelización? Creo que no. Afortunadamente, en México, a lo largo de los años, hemos sido perfectamente capaces de inventar nuestros propios desastres. El que viene es nacional; no necesitamos a nadie para crearlo.

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