Un fantasma recorre Venezuela, el fantasma del neomarxismo, pero no el de Karl, el viejo topo barbudo y amargado de Tréveris, sino el del bonachón y simpático de Manhattan, el recordado Groucho Marx.
En efecto, en estos últimos días, muchos opinadores dicen que lo que hay que hacer es encender la linterna de Diógenes (que buscaba incesantemente el hombre justo) y conseguir a uno que “sea aceptado por el régimen, que gane y que cobre”.
Ciertamente, quien sienta que no puede ganar unas primarias o que su candidato no puede hacerlo, está en todo el derecho de escoger la metodología que se alinee con sus intereses. Al final, a nadie puede obligársele a pelear enchiquerado.
Lo que sí debe merecer una reflexión es la posición según la cual el mejor candidato de la oposición sería aquel a quien el gobierno diera su aquiescencia. Así, iríamos, como en un casting, presentando los nombres, hasta que haya uno que merezca el papel, o como lo diría mejor Groucho Marx, “si no le gustan mis principios (o mis candidatos), no se preocupe, tengo otros”.
En apoyo a esta propuesta, muchos suelen invocar antecedentes como los de Patricio Aylwin, asumiendo (lo cual no fue verdad) que éste fue un candidato “negociado” con anterioridad con la dictadura.
Pues bien, debatamos sobre el tema. De una vez, presento mis excusas al lector si esta nota, por esas razones, resulta un poco larga. Pido su indulgencia a ver si tratan de llegar al final.
En el caso de Aylwin, nuestros argumentadores del consenso convenido plantean que éste era la persona a quien Pinochet, si le entregaría el poder. Al final lo entregó efectivamente, pero ese hecho no se puede explicar como una argucia de Lagos y un pacto previo con la dictadura para ver si Aylwin, le era potable. Lo razonable es averiguar cuáles fueron los polvos que llevaron a aquellos lodos.
Lo primero que hay que aclarar es que Pinochet nunca se presentó a unas elecciones contra Aylwin. Meses antes hubo en plebiscito en el que se preguntó a los chilenos si debía ratificarse, o no, el gobierno, dado que el mandato de 8 años, establecido en la Constitución pinochetista, llegaba a su fin.
Las bases de convocatoria de esa consulta eran sui géneris. Si ganaba el Sí, automáticamente quedaría reelecto Pinochet (porque se establecía que los altos funcionarios del Estado lo designarían presidente) y si ganaba el No, habría nuevas elecciones.
El cuento “largo corto” es que, cuando se conocieron los resultados, Pinochet convocó un consejo de ministros y les pidió a todos su renuncia, advertido, como estaba, de que no había apoyo para desconocer los resultados. Salió de Santiago y cuando comenzaba a urdir el golpe, el comandante general de la Aviación, mientras descendía de su vehículo, fue abordado por los periodistas y dijo claramente que había que respetar la voluntad popular y que los resultados del plebiscito eran claros. Fin de la película.
Pinochet no tuvo más remedio que aceptar la realidad y fue evidente que, desde ese mismo momento, bajó los brazos. No hubo una sola insinuación de no querer abandonar La Moneda después del varapalo. Incluso, en las elecciones del año siguiente, varias de las organizaciones que le apoyaban, postularon a un joven tecnócrata, Hernán Buchi, a quien dejó, como dicen sus propios partidarios, más solo que la una en medio de la campaña.
De manera que no fue cierto que hubo un concierto entre la oposición y el gobierno para escoger un candidato potable y único. Al punto que el partido socialista chileno se presentó con dos franquicias en aquellos comicios. Una, del Partido de Lagos, al ganador, Patricio Aylwin y, otra, a Errazuriz, del Partido Socialista Chileno que sacó la nada despreciable cifra de 16%, en una elección que podía ser muy reñida.
Otra cosa y otro debate es qué fue lo que hizo Aylwin para facilitar la retirada del dictador. Esa es harina de otro costal.
Lo interesante en este momento es saber cuáles fueron las cosas que ayudaron a crear las condiciones para impulsar una transición allá y que pueden hacerlo aquí. Sobre ello, no cabe duda de que la legitimación que nació del plebiscito y la que pueda salir aquí de las primarias son claves para avanzar en ese proceso.
De manera que llevar agua al molino de las antiprimarias es (ya lo dijimos) una estrategia comprensible para quienes no pueden ganarlas, pero no hay que estirar los argumentos al punto de decir que no tienen ningún valor y que no son necesarias y que hay que partir una lanza por el fulano “consenso convenido”.
Es obvio que todos estos argumentos de un sector de las élites políticas venezolanas se han exacerbado ante la incontrovertible realidad de que María Corina Machado ganaría estas primarias. En otras circunstancias, es muy probable que sus adversarios estarían argumentando otra cosa.
Finalicemos, no obstante, con dos preguntas que pudiera parecer ingenuas, pero que encierran lo medular del asunto:
¿No es más inteligente esperar que las primarias se realicen?
¿Es que acaso una oposición legitimada popularmente no tendrá infinitamente más probabilidades de crear capacidades y condiciones para tener unas elecciones libres, unas que abran la puerta franca a una verdadera transición?
¡Caramba, “un poquito de por favor”!