“Papa Francisco al apenas finalizar el año 2019, ante la Curia Romana que vela por los soportes de la civilización judeocristiana vigente ya 3.500 años, dice que ‘vivir es cambiar’. Ajusta que ‘no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época’, signada por un reclamo: que la ‘memoria’ sea dinámica y no termine siendo custodia de cenizas puesto que ‘no estamos más en la cristiandad”. Citado por Asdrúbal Aguiar, El Nacional 16/03/2020. (subrayado nuestro)
Confinados estamos y tal vez sea lo mejor que nos pase, para ocuparnos en pensar y reflexionar. Yo de mi lado, acometo un plancito de lecturas postergadas pero incontournable, como quiera que se refieran a las temáticas sobre las que medito e incluso escribo.
Varios son los puntos que llaman mi atención, pero no pasaré por ahora la página del homo verus. La sociedad que queda también atraerá mis modestos comentarios y digo bien, lo que de ella queda, como quiera que se ha cuasi disuelto o cuasi licuado recordando a Bauman que, por cierto, en una publicación española de estos días es citado y responde de tan sencilla manera, pero clara y demostrativa, que me permito citar: “Hoy hay una enorme cantidad de gente que quiere el cambio, que tiene ideas de cómo hacer el mundo mejor no solo para ellos sino también para los demás, más hospitalario. Pero en la sociedad contemporánea, en la que somos más libres que nunca antes, a la vez somos también más impotentes que en ningún otro momento de la historia. Todos sentimos la desagradable experiencia de ser incapaces de cambiar nada. Somos un conjunto de individuos con buenas intenciones, pero que entre sus intenciones y diseños y la realidad hay mucha distancia. Todos sufrimos ahora más que en cualquier otro momento la falta absoluta de agentes, de instituciones colectivas capaces de actuar efectivamente”.
Más bien pienso que no solo es la sociedad que se licua, fragmenta, atomiza, sino el hombre mismo que se aleja de sus semejantes y se aparta de ellos, en lo espiritual y moral especialmente. Por ese se desagrega la sociedad, porque no es asumida como espacio de desarrollo sino como otro lastre a superar, otra muralla que te limita y no como lo que debería ser, un campo de siembra para el siempre vivaz proyecto llamado humanidad del que formamos parte.
Los valores no interesan más, la ética no es apreciada, el recurso espiritual es visto como un ejercicio fatuo, Dios mismo y la religión es parte de lo que queda atrás como la familia e incluso el amor. No es la sociedad simplemente sino su primer actor, el homo verus, el que se sometió a una centrifuga que mal llaman individualismo y libertad y que no es más que un desorden ontológico fatalmente deletéreo porque prescinde de esa parte de sí mismo que es y lo repito, el sentido de consciente humanidad.
En el citado texto del profesor Asdrúbal Aguiar, se lee otra cita notable: “Según el Papa emérito Joseph Ratzinger ‘la seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre’, de su vuelta a la razón práctica o iluminada, contenedora de lo animal e instintivo. ‘Donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de destrucción’, argumenta en 2005, acaso mirando sobre el presente coronavirus y más allá de su circunstancia, transcurrida una generación”.
El poder para algunos, como anticipó Nietzsche y la supervivencia de su cada cual sin él cada uno que, interpretaría hoy a Schopenhauer, es la tragedia que nos aflige y la que más nos amenaza. Solo queremos contar con lo que somos y no con los que siendo también ellos, pregonan que son distintos para encontrar otra identidad en el hoy relajado mercado de la personalidad. El hombre es quien ha licuado a la sociedad, la ha despojado de su certeza, de base axiológica, de su sostén atemporal. Sigue Aguiar: “El no saber ahora dónde estamos, hacia donde vamos, con quién contamos, es el verdadero virus que nos enferma de gravedad y empeora la pandemia en curso. Es el miedo, es el pánico, la sensación de haber perdido todos a las seguridades todas”.
Por eso Francisco nos devela y no como un final sino como un comienzo, la naturaleza de la trama. No es simplemente una época de cambios, sino un cambio de época y aún brutalmente sincero apunta, “no estamos más en la cristiandad”. Yo me atrevo a entenderlo como que la civilización occidental y cristiana cambia, su modelo, su sustento también y por ello, en el eventual tour de forcé que como nos recuerda Toynbee arriba a cada civilización, pone a prueba sus convicciones, su resiliencia, y su capacidad para mantenerse, prevalecer, preservarse y no concluir el ciclo y decaer o morir, en ese punto crucial de su devenir, su disposición a cambiar, adecuarse, adaptarse. El hombre desafía su desfiguración respondiendo al jaque que el hombre mismo le presenta.
Torpe a ratos y estúpido también, el hombre debe jugar su próxima carta en el juego de la vida. Es inteligente pero eso no le ha impedido depredar su medio ambiente y tan grave como eso, su estructura compleja de individuo y ser social. Es también egoísta, ególatra, egocéntrico pero ¿llegara al final que Ratzinger teme? ¿Se liquidará a sí mismo?
Gruesas y gravosas interrogantes se ciernen sobre el homo verus. No hay espacio si creemos en la ciencia actual para que proceda la predicción de Nietzsche sobre el eterno retorno y el hombre ya ha probado que puede suicidarse. ¿Ya no le importa ni le atrae de dónde viene o hacia dónde va, realmente? Tiene una dimensión en mente de lo que es el final y la fabrica o la masajea a diario en un rico capítulo de su cultura posmoderna y pospolítica pero, ¿morir no es demasiado?
Ciertamente, con la metáfora de matar a Dios o darlo por muerto, Nietzsche quiso aleccionar y desde su ateísmo privar a su tiempo de un rector moral. Su contexto lo ayudó al extravío, pero mostró la esencia de la genuina despersonalización del homo humanitas que creía regir sacrificando a los otros en el altar del cínico utilitarismo. Poco después tuvimos dos guerras mundiales e Hiroshima y Nagasaki, como guindas del pastel.
Para seguir viviendo entonces y lo afirmo convencido de que así es, hay que resucitar al Dios muerto de Nietzsche. Atención que solo ensayo como Nietzsche lo hiciera una metáfora. Dios no solo no ha muerto sino que nos mostró su naturaleza divina con Jesús su hijo que fue y volvió porque era más que hombre también Dios. Apuntó a señalar el retorno a la espiritualidad, a la trascendencia, para lo cual, el homo verus debe reinventarse, redescubrirse, replantearse.
El coronavirus, como antes hemos dicho y repetido, nos expone a todos y más aun a los viejos o enfermos como en una suerte de macabra selección, pero igualmente alcanza a los europeos y americanos, como a los chinos. Evidencia nuestra vulnerabilidad y además, que en el corto plazo debemos aislarnos pero en lo estratégico y a reserva de otras experiencias, la humanidad debe resurgir como valor y como ideal de vida, so pena que no sea el Dios de Nietzsche el que muera sino su más acabada creación, el homo.
Reaparece en la complejidad de esta hora, la importancia de la solidaridad y de la alteridad y no solamente como principio a reivindicar sino como necesidad de una especie que para ser, necesita a sus congéneres.
A ratos volvemos y esa es tal vez la enseñanza de Nietzsche, al estado de naturaleza de Hobbes y nos enfrentamos los unos, por lo de los otros o por el poder de hacerlo, pero también regresamos a la convicción de que somos un todo en cada uno y en cada uno, somos también todos.
Tal vez somos testigos del declinar del cristianismo, pero los frutos, bienes espirituales y valores que contiene, son el avió con el que habría que contar en este ciclo no de vida sino de supervivencia que nos toca transitar. Amaos los unos a los otros significa mucho, como también perdona nuestras ofensas como perdonamos a los que nos ofenden.
Empero lo anotado, cabe advertir que la fascinación del poder y los seductores privilegios que el dinero implica seguirán allí tentando a los hombres aun a costa de los otros hombres. Es una batalla perenne que hay que librar con el compromiso existencial de la trascendencia. ¡No hay otra!
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