“Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos y a partir de este momento es prohibido llorarlos”. Alí Primera
Decidí discurrir en estas letras para tratar de encarar nuestra realidad sin eufemismos y también allende los análisis que nos muestran los guarismos que cuentan, pesan y miden la miseria y el fracaso a la que nos van trayendo.
Escribo sobre nosotros, los venezolanos, aunque no soy todos ni cada cual tampoco. Haré, no obstante, de testigo y a ratos referencial, pero Homero y Herodoto nos enseñaron que de los relatos a menudo se hace la historia.
Quiero connotar entonces, describir, entrañar el trastrocamiento de lo que llamábamos vivir, en la secuencia resultante de la ruindad marchitante que hace de nube negra que nos cubre, afectándonos a la cuasitotalidad de los coterráneos y en algunos casos, constituyéndose en la causa real del colapso y desmoronamiento visible, común, generalizado de millones de compatriotas y para muchos, hasta de su muerte.
Respondemos al saludo que cortésmente nos demanda y ofrece el prójimo, sobre nuestro estado y situación, con una sola palabra que parece del coloquio, pero es más que eso; sobreviviendo se oye y es que, confrontamos una exigencia extrema que a ratos nos tensa más de lo que resistimos.
He dicho antes que el país transita la tormenta perfecta y quizá precisamente, cabe señalar, la crisis de todas las crisis, la virtual paralización o acaso la recurrente disfunción de todos los sistemas de cualquier naturaleza, económica, social, institucional, espiritual; pero especialmente de los que atañen a nuestra cotidianidad, a la rutina elemental, al quehacer diario, al devenir de todos los días y de toda la gente.
A la caída estrepitosa de la actividad económica, con la convocatoria consecuente de la descomposición de los constructos en los que articulamos nuestras seguridades, hoy destruidas, agriadas, licuadas; al desconocimiento de nuestros derechos humanos y ciudadanos, ha seguido el proceso de conculcar el futuro porque ya nadie cree que lo hay y desde luego, sin esa expectativa esencial, yacemos postrados en el erial de nuestros incrédulos espíritus.
A un sobrino nieto médico que se marchó a Chile hace 5 años le pregunté en el momento por qué se iba y me respondió severo –lo cito de memoria porque me impactó–: “Si sigo aquí, tío, no viviré, es cuestión de tiempo de que me mate el hampa o la pobreza en que yazco”. Recuerdo que prestaba sus servicios en un hospital público y a eso de la medianoche, destacado en la emergencia, fueron asaltados y al salir él en defensa de algunos pacientes que estaban siendo atendidos, lo golpearon con la culata del arma, causándole una lesión severa en el oído y lo propio de una contusión de ese calibre.
Meses después fue atracada la camioneta que los trasladaba y vestido de médico atrajo la atención de uno de los malandrines, que lo retuvo para exigirle que pidiera a su familia un rescate. De nada valió alegar su modesta conducción y salvó su vida cuando en un descuido emprendió la huida, saltó temerario desde un puente y por fortuna, pudo seguir y escapar del trance. Obviamente, en casa comprendimos que se fuera a los meses y pasados algunos años, unos pocos, nos anuncia que tiene ya su apartamento, su vehículo y nos envía reconocimientos que recibe de la comunidad donde presta sus servicios. Acá ganaba 5 dólares mensuales.
Amigos y parientes han debido abandonar sus estancias, antes productivas, porque la antisociedad los acechó o perjudicó hasta obligarlos a “dejar hacer”. En Monagas tienen su Koki y en Miranda hay varios repartidos en esa geografía. Basta seguir las casi novelescas acotaciones de la gente de la carretera de oriente, sector Higuerote o Caucagua y así constatar que ni siquiera los cuerpos policiales o la Guardia Nacional desafían a los maleantes e incluso, también de ellos y su mordida, su martillo en todas las vías públicas o de traslado de bienes y alimentos, se puede el humilde trabajador o pequeño comerciante zafar.
Esto no puede llamarse vida. Cuatro visitas para vacunarse pero no la hay ahora, me relata un colega abogado. Filas larguísimas y de pronto, váyase que no hay. Te cuenta otro que vio morir a su padre asfixiado porque no fue recibido en el hospital y no pudo pagarse un equipo de ayuda. Hambre, desnutrición, penuria de muchos y la frustración de saber que no cambiará nada si hace otro sacrificio mañana.
Puedo continuar porque el memorial de agravios es interminable. De allí que se justifique la migración de los compatriotas porque acá en su terruño sufren de carencias múltiples y entre ellas, carecen de una ilusión de porvenir.
La revolucioncita esta de Chávez y Maduro se reduce a un “patria o muerte” de militares, funcionarios y al lumpanato, y en el paisaje de la verdad se otea que no hay ya patria pero si muerte.
Cuando leí las noticias sobre Cuba y la exasperada protesta que emblematiza su tragedia con el grito audaz de “¡Patria y vida!” asumí lo que acontece allá y también por estos predios. Escuché como un pulso irregular pero, coro al fin, de la revolución que escondió su marxismo hasta que logró el cometido demagógico y luego exhibió su talante, sedujo a los ingenuos y cautivó a los calculadores, para quitarles la vida, la dignidad, el orgullo y llenarles de muerte, por decir lo mejor.
Se trata de persuadir a los incautos, amargados, resentidos que no soportan la exigencia del trabajo y del esfuerzo y se fascinan al escuchar que “no viven, sino cambian esa democracia burguesa” y van por el socialismo edénico; para invariablemente estrellarse en los acantilados de la propuesta igualitaria que solo fragua la verdadera desigualdad. En eso estamos cubanos y venezolanos.
Pareciera que en el carro de la revolución, los esbirros y la jauría de los cínicos llegaron para quedarse y el cómplice es el mundo que celebra las lejanas revoluciones como hacen los europeos que respaldan y financian su existencia. ¡Farsantes!
Lo mismo pasa con esas corrientes de opinión que traspasan fronteras y lucen incluso legítimas, hasta que se quitan la careta como hizo el Black Live Matter, denunciando la insurgencia del pueblo cubano que victima a la dirigencia que encabezan los espalderos de los Castro, herederos del averno, diablos y santeros allí reunidos y valga la redundancia. ¡Señores, también cuentan la vida de los cubanos y de los venezolanos!
Empero; buena esa de Marcos Rubio que le proponía a la organización que se ufana de ser la izquierda norteamericana, un canje. Llevarlos a Cuba y permutarlos por disidentes cubanos. Pero, nada más dijeron sobre eso los afroamericanos.
Otro tanto del mexicano López Obrador pudo darnos pena ajena. Defendió la tiranía cubana porque “Cuba ha hecho valer su independencia enfrentando políticamente a Estados Unidos”. De la dramática protesta de un pueblo sojuzgado por más de seis décadas y que carece de todo, reprimida a palazos, con cientos de detenidos y desaparecidos, nada dijo. Lo peor es que escogió las efemérides del natalicio de Simón Bolívar para su discurso. Vergüenza dio su conducta ahora ante Biden, queriendo lucirse, mientras ante Trump poco le faltó para reptar a su paso, entre silente y lisonjero.
Vivir es para un pueblo otra cosa. Es disponer de una casa para vivir, otra para estudiar, otra para trabajar, una más para sanar y además, una para orar, como decía un pensador cristiano. Vivir es hacerlo a voluntad, con libertad, con algo de fantasía y sueños por realizar, con opciones a escoger, con humildad pero con dignidad.
De eso queda poco o nada en nuestra patria y tampoco queda mucho de la patria, no mucho más que en Cuba tampoco y por eso, me inclino ante los que se atrevieron martirizándose al hacerlo el 11 pasado allá en la isla, para alzar su voz y como un himno sonar “Patria y vida.”
Imagino que como un grafiti, debió quedar con tinta indeleble de sangre sudor y lágrimas, dibujado en las paredes del alma cubana, misma que sabemos menguada pero no vencida y para muestra mira que tanto caló su grito.
Cuánta razón tuvo Camus al registrar y lo parafraseo de memoria: “Una razón para vivir puede ser al mismo tiempo también una excelente justificación para morir”.
@nchittylaroche