Tal vez, eso quizás nunca se sabrá plena ni suficientemente al final del itinerario de nuestra existencia de creadores, el primer poema quizás no sea más que la letra alfa y el último (quiero decir, el último poema) sea la letra omega del alfabeto griego. A lo largo de mi extensa y dilatada vida de lector y, -por extensión, de escritor- he leído a no pocos escritores (poetas, narradores, ensayistas, cronistas, et al) que homo ludens no escribe más que un solo y único poema a través de su travesía por el devenir suyo sobre la tierra.
Quizás toda la vasta obra poética del homo metaforicus no sea más que un largo o breve canto y cada “chanson préférée” constituya la esencia del poema par excellence del creador en cuestión.
Es harto sabido que los antiguos cabalistas postulaban que cada ser humano es una letra o un reflejo de la misma que proyecta el infinito e inagotable alfabeto del mundo que es único y distinto en su incesante devenir en la deriva del tiempo. En el ya mítico poema del más universal de los poetas argentinos titulado: “El Golem”, se afirma:
“Si como afirma el griego en el
Cratilo
el nombre es arquetipo de la
cosa
en las letras de “rosa” está la
rosa
y todo el Nilo en la palabra
“Nilo”
Y, hecho de consonantes y
vocales,
habrá un terrible Nombre, que
la esencia
cifre de Dios y que la
Omnipotencia
guarde en letras y sílabas
cabales…”
Esta certera intuición bastó a Borges para acceder a una de las verdades apodícticas y por ello mismo axiomáticas en materia de enunciación lingüística y sus respectivos corolarios expresivos y por tanto profunda y radicalmente significativos.
Tengo para mí que el poema como hechura y realización verbo-linguística siempre intenta dar cuenta de una particular abstracción de la realidad empírica y subjetiva del creador en tanto portador de una singular ética y estética verbal. El poeta en tanto demiurgo humano, nietzscheanamente hablando, “demasiado humano” crea una realidad alterna o en su defecto paralela a partir de sus sueños, aspiraciones, intuiciones o de una singular búsqueda las más de las veces agonística de un “GRIAL” siempre evanescente y no pocas veces inaprehensible.
Sea de la índole que fuere la temática que, eventualmente, comportare el tratamiento del discurso lírico que el poeta postule en su universo verbal; trátese de Dios, el destino, el amor, la muerte, la locura, el dolor, el sufrimiento, la patria, la enfermedad, el abandono o, pongamos por caso tan sólo la triste y melancólica condición de ser tan solo un humano sometido al rigor de la hostilidad del mundo, la contingente taumaturgia hematopoiética del “dios caído” que suele ser el poeta no abreva únicamente en el topos ouranos de una metafísica exiliada de la vida material concreta que aguijonea las expectativas creadoras del poeta en ciertos y determinados momentos de su trance creativo.
Es cardinalmente importante subrayar que el poema jamás evade su tesitura genérica; nunca el poema se deja leer de manera neutral o asexuado, pues, el poema surge al mundo de la vida espiritual e intangible de la metáfora en un específico y determinado contexto histórico, socio-antropológico, filosófico, psico-lingüístico que funge como constituyente matricial de una singular fenomenología sociosemántica o si usted lo prefiere semantológica.
No se crea un poema prescindiendo del thesaurus lingüístico ni obviando la cauda morfosintáctica que distingue el capital gnoseológico y filosofemático que el poema ha ido forjando a lo largo de su vida de lector y de viajante en esta nave existencial que es la vida intelectual del creador.