“El hombre no es ni ángel ni bestia. Ni espiritual ni carnal. Es, a la vez, lo uno y lo otro”. Enmanuel Mounier.
Cada Viernes Santo en el mundo católico suele preguntarse mucha gente por qué enfrentó ese hombre singular que, como alguien opinó, “si no era Dios merecía serlo”, ese tránsito dramático conocido como la Pasión y, en efecto, nuestra humanidad sinceramente no metaboliza tanta abnegación, generosidad y amor.
¿Es el hombre bueno? Periódicamente nos enteramos de acciones que nos hacen pensar lo contrario. Butcha o Mariúpol en Ucrania, por solo evocar evidencias flagrantes del horror y la inhumanidad que se escenifica impúdicamente hoy, y además, en una guerra cuya justificación es difícil racional y espiritualmente en el siglo XXI, como lo fue aquella de Afganistán o como lo son todas esas más pequeñas, pero tan mortíferas y crueles en Omán, el Medio Oriente o los actos del Boko Haram en Nigeria.
El Holocausto de millones de hebreos por su condición, a manos del nacional socialismo alemán, en una nación que se decía cristiana, culta, civilizada, brutalmente, salvajemente; sin el más mínimo remordimiento parecía constituirse en el límite, no de lo aceptable sino de lo imaginable, pero luego tuvimos a Hiroshima y Nagasaki y la lista es larga para recordar cómo el hombre muestra su peor lado, ese oscuro y apenas da chance a discutir si es de su naturaleza la bondad o es más bien lo contrario.
Hobbes o Rousseau; ¿quién tiene razón? ¿Es el hombre bueno y la sociedad lo corrompe o es malo y la sociedad lo contiene, lo controla, lo redime? Si leemos a Primo Levi y ese testimonio grave, profundo, vergonzoso, Se questo è un uomo, no será exculpable realmente el alma humana, pero, si seguimos minuciosos la vida de Teresa de Calcuta, quizá no terminemos tan seguros; sin alargarnos sobre las ejecutorias humanas que dejaron huella histórica y su crónica, no dudo que son más los episodios de maldad que los de caridad.
Empero, el asunto no se puede mirar de la misma manera desde las culturas y sensibilidades de las distintas civilizaciones, por así llamarlas. El islam es totalitario y despiadado, aunque numerosos son sus escritos que sugieren lo contrario, pero la experiencia, los hechos, las interpretaciones como diría Nietzsche, su rabioso anacronismo, su fúrico teocentrismo, su fanatismo irrespetuoso de la persona humana y de su dignidad, lo compromete fatalmente.
En Asia, los procesos sociales y el eclipse de las individualidades el favor conceptual de las masas que, en la paradoja, solo son protagónicas en el discurso, para luego postrarse ante el poder y permitirle todo, el culto a la personalidad del poderoso lo subordinó todo y aun con diversas líneas argumentales, esa fue la dinámica cumplida en esas latitudes, poco más o menos y que mutatis mutandis se sigue representando ahora.
Occidente es el actor más importante en la historia del hombre, siendo que fue capaz de reivindicarlo y asumirlo como el destinatario de la creación y la evolución. La secularización que sigue al hallazgo humanista modeló una línea de pensamiento y de valoración societaria que cambió al mundo, al comienzo con visibles y pertinentes acciones, y luego se fue extremando hasta poner en jaque la cultura y la tradición de Occidente. El materialismo sustituyó a la espiritualidad, para luego saltar, en un retorno a la animalidad, a un hedonismo desafiante y a menudo antinatural.
Entretanto, la fuente capital del espiritualismo en decadencia franca aún pugna desde la proclama de la dignidad de la persona humana y la ética inspirada en los valores cristianos pero asediada, menoscabada, desconocida e ignorada, superada incluso por una suerte de némesis que se le opone, articulado el fenómeno a la individualización, la relativización y la confusión de la identidad que se extravía, en el alegato de la libertad de ser que no requiere discernir y más aún, prescindiendo como secuencia de la responsabilidad hacia los demás y, quizá luzco redundante, para focalizar el episodio existencial en variables sin apetito de trascendencia.
Se bate el cristianismo entonces como plataforma sobre la que se fundamenta la llamada civilización occidental, no solamente con otras pretendidas cosmovisiones como la islámica, ya mencionada antes, sino consigo mismo y al hacerlo, une su destino al de Occidente, en una sola formulación. Para que haya libertad no debe haber hombre sino aquello que quiera cada cual, y la muerte de Dios opera por la creciente indiferencia que opera desde la compulsiva tendencia al aislamiento y la separación de los demás.
El cristianismo es el amor; un sentimiento de unidad, en un destino común, de solidaridad, para atender el desafío de la vida que, como siempre repetimos recordando a Agustín de Hipona, es lucha y no se puede ni debe librarse sin la consciencia de la alteridad que nos hace responsables de los demás y, primeramente, ante nosotros mismos.
El cristianismo es paz con y por el perdón. El cristianismo además de ser un camino a lo trascendental, es una opción sistemática que nos presenta como artífices de una coexistencia consciente y allí es donde radica el riesgo y la dificultad.
Vivir sin detenernos a examinar el curso existencial y ello supone el de cada cual, y el del entorno que Jesús llamaría prójimo, banalizándolo todo, por el placer y los frutos de la vanidad e incluso, fajados en un combate de cada día, en la rutina del sufrimiento, en la amargura, en el rencor, sin ponderarlo en una periódica consideración nos expone, a una soledad que no es tal ni queriéndolo y nos eclipsa, a fin de cuentas.
Nada más fácil y corriente que vivir de esa manera, pero, haciéndolo, nos privamos del anhelo de ser y prolongarnos, más allá de la muerte. Ese suspiro que creemos exhalar al referirnos a lo que ha sido nuestro pasaje vital es, frecuentemente, un mero compendio de inconsciencias. Diríamos que hoy más que nunca vivimos de ese modo.
Este momento en la historia del hombre, nunca tan cercano al fin, por cierto, con los medios a la mano para suicidar algunos a todos e intentar, y es lo peor, justificarlo, como consciente sin serlo o acaso todo lo contrario, nos desnuda en la decadencia de Occidente y en la mayor crisis del cristianismo en su mas de 2.000 años de historia. Es Spengler, es Nietzsche, un siglo de por medio.
Denis de Rougemont en una obra magistral, El amor y Occidente, aunque atrayente para la discusión y el debate, coloca las cosas en una dilemática al advertir la enorme incidencia de la visión del prisma occidental en la historia del amor y en su extensión hace aportes riquísimos, reveladores y hasta sorprendentes.
El amor sería un reto a la vida, a sus formas y a sus complejidades, a responder si amamos a ella o al amor de amar. Lo traigo a colación para esbozar una línea que advierto en la actualidad que se diluye en la glosa iconoclasta y superficial; el amor termina por ser tan solo una presentación holística de la vida.
Occidente se debate entre el amor de sí mismo y una racionalidad que te vincula a una comunidad que incluye sus particularismos. Solo, hasta que en la libérrima soledad quiera no estarlo sin dejar de serlo. Deshumanizado, soliptista, contrario a toda catalización social, pero en la apariencia compartida, dentro pero vacío en el vacío.
Arnold Toynbee, Un estudio de historia, uno de los historiadores más completos y acatados pacíficamente se desviaba de los determinismos, asido a la convicción de que el hombre puede cambiar su orientación y puede evitar que se acabe marchitando su construcción civilizatoria. La opción está siempre allí. Cabe una frase de Toynbee, harto expresiva e intérprete de lo que siento: “La civilización es un movimiento y no una condición, un viaje y no un puerto”.
He dicho que Occidente y el cristianismo como su filosofía han venido sincréticos desde que configuraron lo que hemos dado por entendido como civilización y que otros llaman simplemente cultura y es tiempo de destacar una permuta en marcha que la tecnología, la informática y la civilización componen. ¿A otro homo nos lleva y a otra civilización también?
Vuelvo al cristianismo y creo sentir en él la fuerza para prevalecer; Mounier reitera que “el universo personal define al universo moral y coincide con él… Ser es amar, hemos dicho. Pero ser es también afirmarse”. Aún es tiempo para trascender, aún es tiempo para el cristianismo.