“Es el pueblo quien se esclaviza y suicida cuando, pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con un yugo que causa su daño y le embrutece” Étienne de la Boétie
La derrota de 1940; como de suyo era natural, suturó al pensamiento francés un cuestionamiento severo al ideal liberal que, además, mordió al parlamentarismo que traía desde Alemania un deambular vacilante. Francia, ocupada por su enemigo hereditario y sus conciudadanos angustiados por los términos de una coexistencia impuesta por las armas y, para posibilitar aquello, designó un gobierno de franceses con un antiguo héroe a la cabeza para gestionar aquella complejidad fáctica. Unos aceptaban y otros en sincera resiliencia asumieron la resistencia. La colisión no tardo en producirse.
El asunto se hacía más complejo, al examinar la fuente del imperio, fundada culturalmente ya, en la legitimidad y, en nociones como mayoría y bien común. Tanto Kojève como Fessard dedicarán tiempo al tema, coincidiendo a menudo y eventualmente sin embargo, disintiendo. ¿La obediencia se le debía a quién? ¿Por qué? Un debate sobre potestad y la naturaleza de la subordinación emergió inevitable.
Históricamente, la dialéctica del poder precedió a aquella del individuo y la identidad. El mando surgió de la fuerza, la astucia, la voluntad superior que destacó y elevó a uno entre todos. El fenómeno impactó definitivamente la sociedad y el relato de su acontecer. La jefatura surge entonces para permanecer siempre. El resto del devenir, ha sido en torno a esa ecuación que se formula, con un poder que ordena y dispone y una vasta red que acata y se somete. El poder es pues realidad y amenaza y, la sumisión se bate entre su genética indómita y, su necesidad de adaptarse para sobrevivir a ese poder, a esa potencia imparable.
El poderío prevalecerá; aunque cambien sus actores e inclusive sus arquetipos y, la sujeción, conocerá no obstante, una metamorfosis. El ser humano presintió y entendió invariablemente aunque no siempre con claridad de pensamiento que, era igual a los otros y se contaba a sí mismo como diferente sin embargo. Una paradoja pues estuvo en su interior latiendo. Un intercambio se propuso, en el paso de los tiempos, exigiéndose los actores convocados y para darle sustentabilidad racional al experimento, comunicación y asunción de roles y consecuencias.
La redención social y política no fue un resultado de la religión porque, lo terrenal mantuvo su perfil dominante y un confuso credo de intereses desnaturalizó a ratos también a la doctrina. Administrar la espiritualidad cambió, muchas cosas pero, se mantuvo en otras.
El príncipe; para referirnos a la encarnación del mando y dominio, había completado fases impretermitibles. Fue el poder, un hecho surgido en la dialéctica entre humanos, un descubrimiento que encajó a la perfección en su ontología social, que se personalizó e institucionalizó y arribó con los siglos al renacimiento, en la nostalgia de un señorío que pierde entidad por la nueva revelación; la del hombre y desde allí, las tensiones serán entre el príncipe y su aparato llamado orden y norma y el hombre que reclama, exige una afirmación que lo postule, lo distinga y así lo autonomice. Una de las aspiraciones mas apremiantes del ser humano es aquella que le permitiera manejarse oir si y por nadie que él no acepte.
Las revoluciones, las luces de la ilustración y la nueva racionalidad eruptiva, construyen un universo entre esa forma de poder que se llamará Estado y, el individuo que se identificará, entre otros iguales como ciudadano. El producto será un ensamblado de imperio remozado en la institucionalidad emergente, paulatinamente responsable de tareas y faenas de interés común y, correlativamente, de más ciudadanía, para más que autonomía, libertad.
En 1814, luego del Congreso de Viena, se produjo un “hallazgo” instrumental, conceptual que, ofreció soporte al regreso de la monarquía de los borbones; la legitimidad como fundamento racional y como bisagra para superar el trauma republicano y el impacto de Napoleón. Se giró en torno a una justificación de ese vetusto poder nuevamente emergente, articulado a una idea que lucía superada y siempre contradicha desde siglos anteriores por los monarcómanos. La dialéctica funcionó despojándolos no de un cierto fausto pero si, de la decisión, la energía, la autoridad. Confirmaba su consagración, iniciada con la revolución, una nueva clase política, la burguesía para, recibir el testigo, en la carrera interminable del ejercicio del predominio.
Detrás de la ambición del zarismo y del pragmatismo inglés, los países europeos realmente quisieron realzarse con conquistas territoriales, pero sobre todo justificando los principios eclipsados por la revolución dándoles longevidad a las monarquías que cedían poder en simultáneo. La democracia como la república se esculpían un espacio social, económico, político, filosófico, jurídico y, en suma, cultural.
Todo el siglo se discutirá el asunto, pero como un paréntesis se sostendrán estructuras públicas que redefinían la relación de competencias, reduciendo a eso las constituciones así banalizadas, mientras del otro lado del Atlántico, en Norteamérica, la república ondeará la bandera de la libertad y el principio liberal, no sin sus trances, pero sí con una definitiva convicción se izará con toda una racionalidad de apoyo.
Ya en pleno siglo XX, un intelectual y diplomático, Bertrand De Jouvenel, testigo de excepción e intelectual, cual alquimista mezclaba esencias, para luego escribir un texto sobre el poder, de notable éxito académico y por cierto, aún citado e invocado por la doctrina. (Du Pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance, su obra más conocida y famosa, publicada en Ginebra en marzo de 1945).
En esas reflexiones de De Jouvenel, cabe evocar interrogantes sobre la naturaleza de la sumisión, así como también los elementos ínsitos a una dinámica fenomenológica que se cumple en virtud de las relaciones de poder. El economista, filósofo, ecólogo y periodista excava en la piedra desde su muy completa formación para extraer un material de valía sobre un instituto siempre invitado y reconocido en la relación entre el hombre y el orden societario. Un ensayo para revelar el misterio de la obediencia ante la compulsión del dominio.
Esa substancia que impregnaba a todos en la coyuntura, adquirirá con Kojève y Fessard, en un paralelo temporal complejo y notable, otro aire y orientación, de inevitable trascendencia pero, como antes dije, en torno a un concepto devenido en Ciencia y Episteme: la autoridad. En efecto, ¿qué es? ¿Quién la tiene (cualidad) y cómo y cuándo se manifiesta la susodicha (condición)? Volveremos sobre esto al final del artículo.
Desfilarían en la historia de las ideas políticas, si quisiéramos, una pléyade de autores que han aludido y comentado sobre el poder y sus derivaciones, desde los tiempos de Homero, Herodoto, Tucidides y obviamente, no está previsto en el plan de este pequeño abordaje su consideración pero, en razón del hilo que traemos, insistiremos en tamizar la idea en la zaranda probada de los autores citados principalmente en el curso del artículo Kojève y Fessard, pero no únicamente porque aún nos faltaría para madurar la idea, entre decenas, al menos, dos autores que, no por distantes en el tiempo, dejan de ser pertinentes el uno con el otro.
La travesía temática así nos acarreó entretanto a la servidumbre y a la libertad, pero desde distintos puntos de vista. Impajaritable resultó Étienne de la Boétie y su discurso sobre la servidumbre voluntaria y luego el inmenso Hegel.
La Boétie realiza su movimiento hacia 1548 y así, galopa en el Renacimiento como entorno cultural. El homo modernus y, no me refiero al maravilloso cortometraje español denominado así pero presentado como tratado filosófico en 2016, sino al que va tomando forma desde el salto cualitativo que despegó, dejando atrás a la Edad Media, reconociéndose, conformándose, perfilándose en la corriente secularizante que funge de referente y que se va integrando como un rompecabezas.
La Boétie navega la historia como en un torrente pasional. Enfrenta un remolino que se forma, en el mismo raudal y encara la disposición a someterse o a librarse eventualmente del sentido que lo empuja en una dirección no deseada y la otra fuerza que le exige, vivir aún a costa de morir. La Boètie hace de su su escrito una espada de Alejandro para con el filo de su denuncia cortar ese nudo gordiano situado en el cuello del hombre del Renacimiento.
Extraordinario esfuerzo de innegable erudición y, sobre todo, desafío de centrífugas y centrípetas como los vientos huracanados son pues, la servidumbre que no por voluntaria deja de ser lo que es y la libertad que se opone aún al señorío que se pretende justo. Tal vez allí, en esa bifurcación, obre la razón del hombre que otros querrán mirar como un sino. Quizá por eso sentenció Malraux: “Lo que hace trágica la muerte es que convierte la vida en destino».
Libre soy, solo si soy y desde esa convicción asisto a la vista de mí mismo. Tomo consciencia y al hacerlo me consagro a la contumacia que proviene de mi escogencia existencial que, no por puesta a prueba habitualmente, deja de tener sentido. La autoconsciencia es el punto de partida entonces desde donde Hegel iniciará su discurrir que atracará, según explica mi carissimo y muy estudioso José Rafael Herrera, en lo que un texto de Axel Honnet llamará “La lucha por el reconocimiento.”
El filósofo Herrera me anota: “Una conciencia solo es conciencia cuando tiene conciencia de sí misma o sea, cuando es autoconciencia. Para que la autoconciencia se confirme como tal, tiene que pasar del deseo a la voluntad. El yo quiero se transforma en yo soy libre porque se ubica por encima de sus necesidades y las vence. Y así, convierte a otras conciencias (no autoconscientes) en objetos de su deseo y libertad. La conciencia que trabaja para la satisfacer sus deseos y ratificar la libertad de la autoconciencia.”
Continúa el profesor Herrera: “Surge así la relación del señor y el siervo. El siervo trabaja duro, sometido como está, para satisfacer las necesidades del señor pero, en el proceso y mediante el trabajo, el siervo se va formando y toma conciencia de su importancia para el señor y para sí mismo y se va haciendo cada vez más autoconsciente, hasta que llega el momento de la confrontación… Ahora se enfrentan dos autoconciencias que quieren ser libres. La de un Señor que se ha vuelto fofo, ocioso y la de un robusto y enérgico siervo, dispuesto a obtener el reconocimiento del señor y así llega el momento de la lucha a muerte por el reconocimiento. Cuando están a punto de matarse surge una pregunta, ¿si lo mato, quién va a reconocerme?”
Remata el que fuera director de la Escuela de Filosofía de la UCV como sigue: “Es decir, el uno y el otro se necesitan recíprocamente y solo el reconocimiento posibilita el reciproco respeto y la necesidad de la justicia. En otras palabras; la justicia es un resultado de esta experiencia en continuo proceso y no una premisa. Y es así como se transita del yo al nosotros y de la conciencia a la civilidad…”
Sujeción y libertad andan en el presupuesto sociológico tanto, como en el inevitable intercambio social y comunicativo, pero a ambos los rodea una aspiración de prevalencia que podría para algunos manejarse con dignidad. Lo contrario que intimida por su regularidad es el conflicto que, observamos y acotamos, es consubstancial a la política.
El soberano le debe al pueblo protección, prosperidad y respeto a cambio de su empatía, sometimiento y afanes comunitarios, so pena de volver a la franqueza de La Boétie que advierte, en su minuciosa glosa histórica, descarnada, cruenta y veraz de la antigüedad y del pasado, la persistente servidumbre que envilece, y peor aún, en el porvenir, ese mismo pero iterable pasado, suerte de venidera e ineluctable profecía.
No alcancé el objetivo de culminar el artículo esta semana porque, leer y estudiar más el asunto, me tomó más tiempo del esperado, pero espero realmente, y me disculpo con los gentiles lectores que me distinguen con su paciencia, terminarlo en la próxima entrega.
@nchittylaroche