“Democracia es la convivencia de los distintos, dispuestos a vivir en libertad e igualdad”. Cayetana Álvarez de Toledo. (Citada por Marcos Villasmil, El Venezolano, versión editada).
¿Es Venezuela, como reza la Constitución, un Estado democrático y social de derecho y de justicia? Cabe esa interrogante si nos atenemos a las circunstancias que constituyen nuestra realidad y más aún, nuestra rutina, y la respuesta supone hacernos previamente, otras interpelaciones.
¿Es Venezuela una República? ¿Somos en verdad una democracia, es esa nuestra forma de vida? ¿Somos iguales ante la ley? ¿Somos libres y no somos dominados? ¿Nos regimos por la ley? ¿Los órganos del poder público son independientes de los otros órganos? ¿Los dignatarios son responsables de sus actos como debe serlo el mismo Estado? Como vemos, abundan para la reflexión y para la contestación asuntos que se articulan y en el análisis provocan asertos y espejismos, por lo cual, no emerge fulgurante una pacifica conclusión.
Durante el ensayo de abordaje que haré, apuntaré que, cuando me refiero a democracia, lo hago al mismo tiempo a civismo y civilidad y lo distingo de aquel otro militarismo que definiré como la prevalencia orgánica y funcional de los que detentan las armas y se manejan corporativamente encumbrados en una sociedad política, gobernando con presión básicamente y cada vez que lo ameritare su mantenimiento en el poder, aunque luego ya no luzca indispensable.
Históricamente sabemos que, en Venezuela, hemos vivido mucho más tiempo bajo regímenes militaristas o militarizados que regentado por civiles. Germán Carrera Damas reduce la experiencia que denomina República Civil al período que va de 1958 a 1998, entretanto también otros le llaman Puntofijista, democracia de partidos o democracia de consenso.
Lo cierto es que hemos tenido poco de república en nuestro devenir y mucho de regímenes de fuerza, seudodemocracias, dictaduras. Me aventuro incluso a decir que nuestro pasado ha sido el de un Estado militar o altamente militarizado y ese corto tránsito de república civil que prefiero nombrar Estado civil, y discúlpenme el atrevimiento.
Consultando al maestro Juan Carlos Rey y entre muchos de sus trabajos, varios de antología, me tropiezo con uno que me dejó una buena impresión por lo sencillo, pero no por ello menos revelador. “Militarismo y caudillismo; pilares del régimen y de la República Bolivariana» (Rey, Juan Carlos: Militarismo y caudillismo: Pilares del régimen y de la República Bolivariana. Revista Electrónica de Investigación y Asesoría Jurídica – REDIAJ N.º 7. Instituto de Estudios Constitucionales. Caracas, enero 2017, pp. 25-85)
El académico Rey examina el tema en cuestión desde el pensamiento expreso además de Hugo Chávez Frías, con observaciones a lo dicho, escrito y oficiado por el comandante y ya presidente que devela interesantes contenidos. El soldado y magistrado en ese orden pareciera inferirse desde el testimonio del difunto y, eso significa diversas cosas. Me explicaré de seguidas.
Destaca Rey en su citado trabajo que en Chávez se congrega además del soldado al caudillo, y yo, al leerlo, tropiezo con la invocatoria de una estructura militar como lo fue y lo recordaba Alberto Adriani en su momento el Estado gomecista. Seminalmente, el Estado chavista pero que se vislumbra en el examen de los dichos y pareceres del de Sabaneta desnuda una variable no desprovista de pesadas incidencias, pero, trataremos de resaltar el militarismo a modo de fenomenología y no abundar en el credo que echó a andar, como forma de gobierno, además, en la versión de autoritarismo ideologizado por periodos, pero siempre en substancia, Estado militar.
Hay desde luego una cosmovisión del militar gobernante que, al tiempo que simplifica entre amigos y los que no lo son, advierte, en la dinámica vital societaria, un forcejeo constante, sistémico que, para su asunción, implica ubicar los factores a favor y en contra, los aliados y los disidentes, como si se tratara de una perspectiva de guerra primero y de política después o al menos una opaca distinción entre la una y la otra.
Imponerse, dominar, prevalecer a rajatablas, es el sentido que el escolástico beligerante destila como tarea también desde el Estado; en el Estado con la potencia pública, y deja claro Rey que ello conduce a una visión totalizante y maniquea que reclama en torno al mando un control mayúsculo y una relación de subordinación consecuente.
Empero, los matices y la ponderación del entorno en lo endógeno y exógeno, hace que el militar intente, sin embargo, una presentación sustentada en más que la fuerza y camino a legitimarse socialmente. Su discurso irá pues desde la manida teoría de la seguridad nacional que justifica bastante, hasta la tentación del populismo que lo eleva y permite el metabolismo del líder de todo y para todos, que requiere más que apoyo, obediencia y misticismo.
Mientras que la tradición democrática suele confiar a la elección la legalidad y desde allí la legitimidad, el militarismo fragua en sentido inverso, dueño del poder y del disuasivo armado que detenta pretencioso, haciéndose popular al amparo de la demagogia y la manipulación de las circunstancias que pasan a ser contingencias, para luego simular y normalizar la relación de acuerdo con sus propósitos e intereses, pero hacia la desconstitucionalización siempre o la adulteración de la misma e instruyendo con lo que en alguna forma nos recuerda a O’Donnel, una suerte de proceso de delegación de la soberanía en el concepto mismo.
La democracia de su lado es víctima entonces y a menudo de sí misma. Para ser democracia debe tolerar y aún más, auspiciar la coexistencia y el desarrollo de la isonomía, la isegoría y la isocracia. Los sistemas electorales mutan para ser más representativos y facilitar la expresión de las minorías. La representación proporcional comprenderá entonces a las pequeñas segmentaciones que demandan especificidad y concurso ciudadano.
La democracia, diríamos con Darwin, ha evolucionado, dirigiéndose a sumar al gobierno a todos. Me recuerda el celebérrimo discurso de Lincoln en Gettysburg, tan honestamente cimentado en una convicción siempre perfectible del gobierno del pueblo y para el pueblo, de todos y para todos y no para algunos.
La democracia es por convicción deudora de la inclusión que la realiza y de las libertades que a menudo la amenazan o le hacen zapa. El militarismo reúne a todos en una masa multiforme, sometida a la oligarquía uniformada y al jefe de la susodicha lo iza como la esencia misma de la nacionalidad.
El argumento soberanía es un recurso retórico que en ocasiones es invocado para justificarse, pero también es frecuente identificar ese discurso como una justificación para expresarse sin explicarse. El giro mueve los vientos hacia la perpetuación y lo demás es retórica.
La democracia, además de invocar y fomentar la inclusión, como antes afirmamos, se legitima sustancialmente en la crítica y el un sistema que publicita el intercambio y de criterios. La democracia para ser tolera a veces demasiado dirán algunos y por eso, es tan legítimo quién gobierna que aquel que lo controla desde la oposición y, esa sí que es oposición, dado que se cumple entre iguales.
El militarismo es victorioso o derrotado. Domina y haciéndolo separa los campos y las esferas sociales. El principio de la jerarquía sustituye al del respeto y el voluntario acatamiento. Y si los derechos humanos y políticos son en una sociedad democrática y su garantía, la gema más valiosa a salvaguardar, en el escenario militar es el orden que asegura la primacía a cualquier costo.
Chávez regresó el militarismo y se trajo, además, todo el lado obscuro que se le reconoce y el epígono lo desarrolla miméticamente. Maduro no es más o menos Chávez, es el mismo Chávez reflejado en el Estado militar que impera.
Chávez y su imitador, lo que es propio del militarismo, no aceptan ni independencia ni autonomía en el desempeño del poder público y por eso, colonizaron a cada uno de ellos. Hubo un chance de poner ese sistema a verdadera prueba en enero de 2016, oportunidad en la que la Asamblea Nacional de exultante legitimidad debió corregir el entuerto que ponía el TSJ en las manos de uñas sucias del chavismo, madurismo, militarismo, pero faltó visión y consistencia estratégica. De allí y hasta la fecha no hubo otra ocasión de rescatar la constitucionalidad ni la soberanía popular.
La democracia y el Estado constitucional, por cierto, son simbióticos, y en particular al exigir la rendición de cuentas y la responsabilidad que ella implica. En el primer mundo y así califico a las sociedades más célebres de occidente, los militares están sometidos al poder civil y se articulan interiormente y hacia afuera también, como un modelo de civilización y esa circunstancia es ya cultura y consciencia histórica.
En el subdesarrollo en el que estamos atornillados ahora es al revés; todo se subordina al detentador de las armas y no puede hablarse de civilización sino de barbarie. Es lo que pasa en Venezuela, donde la vida no es el valor fundamental sino la supervivencia en este lapso de poderes salvajes.
Cuba, Nicaragua y Venezuela son estados militares y Corea del Norte, China, Rusia y otros más, porque la lista es menos corta de lo que quisiéramos, lo son de alguna manera. Por eso no puede hablarse de genuina democracia en esas latitudes como tampoco en el llamado mundo islámico, pero, por otras razones.
Nuestro país dejó de ser una democracia cuando en elecciones limpias y transparentes, eligió a un militar golpista para que la condujera. Menudo error ese que compromete al gentilicio y amenaza su trascendencia. Para eso le bastó recurrir a su consciencia histórica y desconocer la civilidad a cambio de un Estado militar inepto y corrupto como quizás no hubo ni habrá en el planeta y retornar a la bestialidad democráticamente. Las libertades solo lo son si devienen responsables y los distintos agentes y sus ambiciones en 1998, cometieron irresponsablemente ese yerro.
Todos tenemos una parte de ese lastre histórico en nuestro balance existencial, pero, unos más que otros y, la labor solo puede ser la de regresar a la civilidad y al Estado civil. No hay novedad en lo que escribo sino un recordatorio. Para ello, insisto en la necesidad de ciudadanizarnos.
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