El concepto de civilización hoy y luego de una madura evolución arroja acercamientos capitales. Apunta a un estadio del ser social en el que el bienestar, la educación, la salud, la cultura, la tecnología, la riqueza, la empatía, la coexistencia y la seguridad alcanza a las comunidades en términos razonablemente equitativos.
La tenencia, en un país, de una estructura de vías terrestres amplias y de un urbanismo avanzado suele ser otro referente a la hora de ponderarse su condición de civilizado; empero, no me referiré en esta oportunidad a esos aspectos, sino más bien al que se relaciona con la marcha de los asuntos funcionales dentro de la sociedad.
Tampoco, aunque me viene al espíritu, tienen estas letras la intención de comentar esa perspectiva de la docta academia, la visión de los historiadores y estudiosos como Spengler, Sorokin, Braudel, Danilevski, Toynbee, Skinner, Pocock y otros más recientes.
Mucho más focalizado mi pensamiento está en la significación actual que se percibe como la crisis de la democracia constitucional en el mundo que hemos antes distinguido como civilizado.
Los Estados Unidos de Norteamérica, vale decir, el primero del primer mundo, inicia este sencillísimo comentario. Es uno de los más reputados paradigmas de un estado en todos los sentidos civilizado; no obstante, su crispación y entropía actual, sus dificultades de convivencia, sus diferenciaciones radicales de valores, principios, creencias, su violencia, angustian a sus habitantes y al resto del orbe. Sus instituciones muestran fisuras graves y su confianza en la gestión de la cosa pública decae cada día. No exagero al afirmar que la constitucionalidad norteamericana está en crisis y deduzco que la política es la causante de ese gravoso devenir.
La misma campanada se escucha del otro lado del Atlántico. Europa tiene una guerra llena de peligros mayores. La Europa occidental misma, que después de la segunda confrontación inventó un porvenir unificado y encaró exitosamente al totalitarismo, tiene en los temas de identidad, nacionalismo y corrupción del poder, un frente abierto y, basta leer o releer a Luigi Ferrajoli y ese texto, toda una joya, Poderes salvajes: la crisis de la Democracia Constitucional, para percatarse de ello y de otro lado, la potencia rusa no ha dejado de ser la que siempre fue, terrófaga y déspota. Su mayor logro es su industria militar y su petróleo, pero, adolece de muchas de las ventajas y del bienestar a las que debería haber llegado ya. ¿Es Rusia un país civilizado? Depende de donde partamos en el análisis, pero hay margen para la discusión.
Puedo seguir citando a Japón o Corea del Sur y resaltar el progreso en África de Nigeria, Somalia, Botsuana y Suráfrica y las contradicciones entre progreso, civilización y barbarie que turban el continente negro, pero no es el objeto de mi cavilación, pienso que lo importante en este ejercicio es lo que viene a continuación.
En nuestra América Latina, se habló en medio de la colonización de civilizar la barbarie y aún resuenan las palabras de Bartolomé de las Casas y el debate de Valladolid. Y aquel texto de Domingo Faustino Sarmiento ya en el siglo XIX, fue la clave para asimilar el proceso de modernización que nos cubrió a todos.
El drama nuestro ha consistido por otro lado, en la falta de uniformidad en el desarrollo institucional y la persistencia de la adjudicación del poder por mecanismos precarios cargados de irregularidad. Una tara llamada militarismo u hombres de armas nos ha acompañado y menoscabado al volverse los mismos auténticas oligarquías. Por otra parte y salvo ciclos históricos que no firmes tendencias, no ha cuajado verdaderamente el modelo de repúblicas como habrían soñado los próceres de la patria.
La educación del poder y su limitación, articulada en la preeminencia de los derechos humanos, la normación pública y societaria y la democracia se constituyeron en las bases de la civilidad del globo, como antes dijimos, después de la Segunda Guerra Mundial. En América Latina eso se llamó democracia y Estado de derecho. Un ideal de paz y de manejo político de los conflictos pareció pertinente y entonces no bastaría, ni sería suficiente, el salto económico y tecnológico que, a la postre, es apenas un rasgo del genuino e indiscutible cambio civilizatorio.
Este factor se sostiene en tres variables e insisto: derechos fundamentales, reconocidos y garantizados, incluyo los derechos políticos y la democracia como sustento de un lado, concienciación planetaria de que el sino, que nos atañe a todos, es posible únicamente responsabilizándonos de nosotros mismos y un resurgir del humanismo como valor universal a promover, cimentar y sostener.
Para ello, hay que entender que la barbarie se manifiesta en las diferentes formas autoritarias que se erigen y en el nocivo populismo que esconde en el discurso demagógico, el abandono de las formas surgidas como filosofía de vida a raíz de la creación de la Organización de Naciones Unidas y un poquito más tarde, la Declaración de los Derechos del Hombre de diciembre de 1948. Una cosmovisión plena de buenos propósitos, de humanismo y de inclinaciones hacia lo que Kant y lo parafraseo, mencionó en su texto, Paz Perpetua, un modo de vida sustentable para la paz.
Barbarie llamaré al desconocimiento y a la agresión que despoja al mundo de esos valores y lo deja crudo, deshumanizado y una vez más, rehén de políticas que lo conducen a la confrontación generalmente. Los griegos llamaban “bárbaros” a aquellos que carecían de la razón deliberativa y la mención, sin embargo, distingue ahora a los incapaces de hacer política, de abordar con regularidad la conflictividad propia de los encuentros intersubjetivos, aquellos que escogen el enfrentamiento o lo convierten en su única opción.
Hoy en día, y ahora sí me monto en el objeto de la presente meditación, distingo como civilizado en contraste por bárbaro, al escenario social que dispone de normación e institucionalidad para dirimir los problemas, entre los pares, entre ciudadanos, entre iguales por vías conocidas, previsibles y obviamente pacíficas.
No tendré por civilizado al Estado que no tenga los derechos fundamentales y la dignidad de la persona humana como su thelos, su razón del por qué.
La constitucionalidad supone reconocimiento y garantía de esos derechos fundamentales y, además, limitación del poder, acota la ingeniería constitucional, un diseño de control del poder para evitar los excesos, abusos y la desviación.
Algunos, después de avanzar y lucir civilizados, retrocedimos. La democracia es acechada y con la traición del populismo contamina una institucionalidad de la que se requiere para que el sistema resista los embates y las dificultades que reclaman imaginación, honestidad patriótica y desprendimiento. No se hace política sino negocios o, acaso, un remedo de la susodicha.
Por cierto, un inteligente amigo y exalumno me detuvo para comentarme lo que nos acontece y banalizamos. En Venezuela tenemos ya más de seis meses sin Sala Constitucional integrada y funcionando. Sin control concentrado, sin justicia constitucional, sin control constitucional. Sin equilibrio alguno entre los poderes. ¿Es esta grosera inobservancia de la Constitución deliberada?
Sin democracia constitucional, sin justicia constitucional, sin apego a la Constitución, no puede haber civilidad, solo tendremos barbarie.
@nchittylaroche
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